Es
tan viva y persistente su mirada!
s tan profundo el misterio que
desencaden?
Que a menudo siento que gobierna mis
actos.
Hasta hora no estaba seguro de
relatar esta historia.
Treinta a駉s despu閟, aquellos
sucesos siguen inalterables.?/span>
curri?cuando ten韆 18 a駉s, en
1975, en el quinto subsuelo de la
Facultad de Ciencias Econ髆icas de
la ciudad de La Plata. Yo era un
reci閚 ingresado. Octubre. En m?
sonaba el ring que me
espabilaba del letargo invernal.
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Entre los estudiantes, una
cincuentena, hab韆 para
todos los cultivos. Al
frente, junto al sujeto, los
m醩 aplicados buscaban la
manera de escabullirse sin
que fueren se馻lados por su
indiferencia o desapego a
los ideales revolucionarios. |
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En la ciudad de La Plata, la
primavera es impredecible. Te
levantas de la cama con la promesa
de un sol quemante, sales con una
remera de jerogl韋icos y sandalias,
y regresas por la noche en pleno
invierno, muerto de fr韔 y haciendo
el rid韈ulo. Lo que seduce es la
promesa; octubre es como tirarse por
una alfombra m醙ica al aletargado
sopor del verano. As?me sent韆 esa
tarde dentro de una remera de
jerogl韋icos
verde, amarilla y naranja, un
vaquero Levis Strauss Clasic y un
par de sandalias de cuero.
Recu閞dese que toda aquella movida
del hippismo y la new age
estaba
reci閚 en sus comienzos.
Como otras tardes desde que
frecuentaba la facultad, libraba una
batalla contra la claustrofobia que
me provocaba sentirme sepultado a
veinte metros de profundidad. El
quinto subsuelo era —y sigue siendo
en la actualidad— una catacumba
h鷐eda y mal oliente. Al frente, uno
de los tantos profesores que jam醩
volv?a ver. Nuca supe qu?facci髇
lo asesin? si los ultras de
derecha, o los ultras de izquierda.
Recu閞dese tambi閚 los penosos a駉s
que siguieron.
De s鷅ito se hizo un silencio
extra駉. Me sent?sobre el respaldo
desvencijado de mi asiento para ver
bien a aquel sujeto que empu馻ba el
rev髄ver. El tipo comenz?un
discurso admonitorio de una
revoluci髇 que ser韆 a sangre y
fuego. El profesor, mientras tanto,
detr醩 de su escritorio, juntaba sus
pertenencias y las iba guardando
prolijamente en
su maltrecho portafolios.
Ech?una airada mirada al que ahora
ocupaba el centro del tablado y se
march?
El hombrecillo aunaba frases hechas
que parec韆n extra韉as de aquel
largometraje de Omar Shariff y la
hermosa Julie Christie, Dr.
Zhivago, cuya trama amorosa era
sesgada por
la revoluci髇 bolchevique. El color
lo pon韆n dos preciosuras a cada
lado del sujeto que estaban
provistas de boinas negras y
pa駏elos rojos al cuello; ambas
repart韆n panfletos con el rostro
del che
Guevara. El que estaba al frente era
un joven no mucho mayor que yo.
Hablaba y gesticulaba moviendo los
brazos y revoleando con ellos la
pistola que pasaba de una mano a la
otra como si estuviese familiarizado
con ese tipo de acrobacias; hac韆
gala de una desaprensi髇 que deseaba
disfrazar de profesionalismo. Entre
los estudiantes, una cincuentena,
hab韆 para todos los cultivos. Al
frente, junto al sujeto, los m醩
aplicados buscaban la manera de
escabullirse sin que fueren
se馻lados por su indiferencia o
desapego a los ideales
revolucionarios. Los hab韆 quienes
aplaud韆n y vitoreaban, e incluso se
ofrec韆n a distribuir los panfletos.
Aquellos que guardaban una mirada
recelosa y hasta indignada; y los
que, como si estuviesen en una sala
de teatro o conferencias,
presenciaban los hechos sin ning鷑
apasionamiento. A este 鷏timo grupo
pertenec韆 yo.
Al fin me lleg?el panfleto: dec韆
E.R.P. Ejercito Revolucionario del
Pueblo. Primera vez que lo
escuchaba. Me lo entreg?una hermosa
morocha que se detuvo por unos
instantes al d醨melo para mirarme a
los ojos. Luego, contin鷒 con su
tarea mientras yo fijaba mi atenci髇
en el panfleto.
Me importaba nada la pol韙ica. Hac韆
algo m醩 de una a駉 que hab韆 muerto
Per髇, y hab韆 quedado al frente del
gobierno la Perona, como
peyorativamente la llamaba mi abuela
Rosal韆. Creo que mi antipat韆 por
la pol韙ica se hab韆 consolidado con
la muerte de Per髇. En cama, con los
40?de temperatura que me provocaba
una soberana gripe, me hab韆 pasado
cuatro d韆s junto al fiambre de “don
Juan Domingo”, 鷑ico programa que
transmit韆 la cadena nacional.
Dec韆n que estaba embalsamado; qu?
s?yo... En mi casa eran radicales
de Irigoyen; pap?ten韆 una foto
para nada carism醫ica de don
Hip髄ito con cara de ultratumba.
La econom韆 s?me importaba. Hac韆
poco hab韆 comenzado a trabajar en
la Municipalidad de La Plata, con un
sueldo que la inflaci髇 erosionaba
todos los meses. Adem醩, alg鷑 d韆,
ser韆 contador y me ten韆 que
interesar.
Finalmente, habiendo dicho ya lo que
ven韆 a decir, el tipo se fue junto
con sus dos parteners.
Antes de salir, aquella chica que me
hab韆 entregado el panfleto se par?
en la puerta y se volvi?para
mirarme de nuevo. Se qued?all?por
unos instantes y luego se fue. Tuve
el impulso de llamarla, preguntarle
una tonter韆, entablar un di醠ogo.
Mis dieciocho eran muy inseguros
entonces. Probablemente la volviera
a ver.
La clase hab韆 terminado. Me qued?
no obstante, unos momentos sobre el
respaldo de mi asiento observando la
reacci髇 de mis compa馿ros de aula
hasta que record?la claustrofobia y
tuve irrefrenables ansias de irme.
Estaba juntando mis cosas cuando o?
el disparo. El sonido fue
ensordecedor. En los pasillos hubo
corridas y algunos gritos de p醤ico.
Hab韆 sido un 鷑ico tiro, con lo
cual, pod韆 descartarse un tiroteo,
as?que me acerqu? Imposible ver
nada entre tanto tumulto, pero era
seguro que algo terrible hab韆
sucedido. ay una chica herida! —alcanc?/span>
a escuchar— na de las que ven韆n
con 閘!
Me abr?paso hasta el sitio de los
hechos y, efectivamente, aquella
chica yac韆 tendida en el suelo.
Estaba consciente y con sus ojos
abiertos. Nuevamente me dirigi?la
mirada y la dej?est醫ica en m? Su
luz se fue apagando hasta que se
perdi?por completo. En torno a su
cuerpo, una fenomenal isla de
sangre. Habiendo expirado, sus ojos
desenfocados segu韆n p閠reos,
suplicantes, en direcci髇 a donde yo
estaba. 縀s tu amiga? —me
preguntaron—. No—respond?
Marina ten韆 18 a駉s. Sali?de su
casa la primavera de 1975. Ella
bifurc?mi vida al apagarse
misteriosamente la suya. Fui lo
鷏timo que mir?.. tal vez su 鷏timo
pensamiento.
Frecuentemente me interrogo si
pudiera haber evitado su muerte, si
hubiera podido ser yo el que
bifurcara su existencia. Si mi
actitud resuelta hubiera quebrado la
fatal cadena de acontecimientos. Esa
milim閠rica secuencia de
espacio-tiempo en que la muerte
cumple su cometido.