N.?51

SEPTIEMBRE-OCTUBRE 2007

3

 

  

 

BIFURCACIONES

Marcelo D. Ferrer

  

  

Es tan viva y persistente su mirada!

s tan profundo el misterio que desencaden? 

Que a menudo siento que gobierna mis actos.

Hasta hora no estaba seguro de relatar esta historia.

Treinta a駉s despu閟, aquellos sucesos siguen inalterables.?/span>

  

  

O

curri?cuando ten韆 18 a駉s, en 1975, en el quinto subsuelo de la Facultad de Ciencias Econ髆icas de la ciudad de La Plata. Yo era un reci閚 ingresado. Octubre. En m? sonaba el ring que me espabilaba del letargo invernal.

   
    

 

Entre los estudiantes, una cincuentena, hab韆 para todos los cultivos. Al frente, junto al sujeto, los m醩 aplicados buscaban la manera de escabullirse sin que fueren se馻lados por su indiferencia o desapego a los ideales revolucionarios.

   

En la ciudad de La Plata, la primavera es impredecible. Te levantas de la cama con la promesa de un sol quemante, sales con una remera de jerogl韋icos y sandalias, y regresas por la noche en pleno invierno, muerto de fr韔 y haciendo el rid韈ulo. Lo que seduce es la promesa; octubre es como tirarse por una alfombra m醙ica al aletargado sopor del verano. As?me sent韆 esa tarde dentro de una remera de jerogl韋icos verde, amarilla y naranja, un vaquero Levis Strauss Clasic y un par de sandalias de cuero. Recu閞dese que toda aquella movida del hippismo y la new age estaba reci閚 en sus comienzos.

Como otras tardes desde que frecuentaba la facultad, libraba una batalla contra la claustrofobia que me provocaba sentirme sepultado a veinte metros de profundidad. El quinto subsuelo era —y sigue siendo en la actualidad— una catacumba h鷐eda y mal oliente. Al frente, uno de los tantos profesores que jam醩 volv?a ver. Nuca supe qu?facci髇 lo asesin? si los ultras de derecha, o los ultras de izquierda. Recu閞dese tambi閚 los penosos a駉s que siguieron.

De s鷅ito se hizo un silencio extra駉. Me sent?sobre el respaldo desvencijado de mi asiento para ver bien a aquel sujeto que empu馻ba el rev髄ver. El tipo comenz?un discurso admonitorio de una revoluci髇 que ser韆 a sangre y fuego. El profesor, mientras tanto, detr醩 de su escritorio, juntaba sus pertenencias y las iba guardando prolijamente en su maltrecho portafolios. Ech?una airada mirada al que ahora ocupaba el centro del tablado y se march?

El hombrecillo aunaba frases hechas que parec韆n extra韉as de aquel largometraje de Omar Shariff y la hermosa Julie Christie, Dr. Zhivago, cuya trama amorosa era sesgada por la revoluci髇 bolchevique. El color lo pon韆n dos preciosuras a cada lado del sujeto que estaban provistas de boinas negras y pa駏elos rojos al cuello; ambas repart韆n panfletos con el rostro del che Guevara. El que estaba al frente era un joven no mucho mayor que yo. Hablaba y gesticulaba moviendo los brazos y revoleando con ellos la pistola que pasaba de una mano a la otra como si estuviese familiarizado con ese tipo de acrobacias; hac韆 gala de una desaprensi髇 que deseaba disfrazar de profesionalismo. Entre los estudiantes, una cincuentena, hab韆 para todos los cultivos. Al frente, junto al sujeto, los m醩 aplicados buscaban la manera de escabullirse sin que fueren se馻lados por su indiferencia o desapego a los ideales revolucionarios. Los hab韆 quienes aplaud韆n y vitoreaban, e incluso se ofrec韆n a distribuir los panfletos. Aquellos que guardaban una mirada recelosa y hasta indignada; y los que, como si estuviesen en una sala de teatro o conferencias, presenciaban los hechos sin ning鷑 apasionamiento. A este 鷏timo grupo pertenec韆 yo.

Al fin me lleg?el panfleto: dec韆 E.R.P. Ejercito Revolucionario del Pueblo. Primera vez que lo escuchaba. Me lo entreg?una hermosa morocha que se detuvo por unos instantes al d醨melo para mirarme a los ojos. Luego, contin鷒 con su tarea mientras yo fijaba mi atenci髇 en el panfleto.

Me importaba nada la pol韙ica. Hac韆 algo m醩 de una a駉 que hab韆 muerto Per髇, y hab韆 quedado al frente del gobierno la Perona, como peyorativamente la llamaba mi abuela Rosal韆. Creo que mi antipat韆 por la pol韙ica se hab韆 consolidado con la muerte de Per髇. En cama, con los 40?de temperatura que me provocaba una soberana gripe, me hab韆 pasado cuatro d韆s junto al fiambre de “don Juan Domingo”, 鷑ico programa que transmit韆 la cadena nacional. Dec韆n que estaba embalsamado; qu? s?yo... En mi casa eran radicales de Irigoyen; pap?ten韆 una foto para nada carism醫ica de don Hip髄ito con cara de ultratumba.

La econom韆 s?me importaba. Hac韆 poco hab韆 comenzado a trabajar en la Municipalidad de La Plata, con un sueldo que la inflaci髇 erosionaba todos los meses. Adem醩, alg鷑 d韆, ser韆 contador y me ten韆 que interesar.

Finalmente, habiendo dicho ya lo que ven韆 a decir, el tipo se fue junto con sus dos parteners.  Antes de salir, aquella chica que me hab韆 entregado el panfleto se par? en la puerta y se volvi?para mirarme de nuevo. Se qued?all?por unos instantes y luego se fue. Tuve el impulso de llamarla, preguntarle una tonter韆, entablar un di醠ogo. Mis dieciocho eran muy inseguros entonces. Probablemente la volviera a ver. 

La clase hab韆 terminado. Me qued? no obstante, unos momentos sobre el respaldo de mi asiento observando la reacci髇 de mis compa馿ros de aula hasta que record?la claustrofobia y tuve irrefrenables ansias de irme.

Estaba juntando mis cosas cuando o? el disparo. El sonido fue ensordecedor. En los pasillos hubo corridas y algunos gritos de p醤ico. Hab韆 sido un 鷑ico tiro, con lo cual, pod韆 descartarse un tiroteo, as?que me acerqu? Imposible ver nada entre tanto tumulto, pero era seguro que algo terrible hab韆 sucedido. ay una chica herida! —alcanc?/span> a escuchar— na de las que ven韆n con 閘!

Me abr?paso hasta el sitio de los hechos y, efectivamente, aquella chica yac韆 tendida en el suelo. Estaba consciente y con sus ojos abiertos. Nuevamente me dirigi?la mirada y la dej?est醫ica en m? Su luz se fue apagando hasta que se perdi?por completo. En torno a su cuerpo, una fenomenal isla de sangre. Habiendo expirado, sus ojos desenfocados segu韆n p閠reos, suplicantes, en direcci髇 a donde yo estaba. 縀s tu amiga? —me preguntaron—. No—respond?

Marina ten韆 18 a駉s. Sali?de su casa la primavera de 1975. Ella bifurc?mi vida al apagarse misteriosamente la suya. Fui lo 鷏timo que mir?.. tal vez su 鷏timo pensamiento.

Frecuentemente me interrogo si pudiera haber evitado su muerte, si hubiera podido ser yo el que bifurcara su existencia. Si mi actitud resuelta hubiera quebrado la fatal cadena de acontecimientos. Esa milim閠rica secuencia de espacio-tiempo en que la muerte cumple su cometido.

  

  

Marcelo D. Ferrer (La Plata, Buenos Aires, Argentina) es licenciado en Econom韆 y ejerce la profesi髇 de contador p鷅lico en su ciudad natal. Asimismo, es miembro y ha presidido diversas O.N.G. dedicadas a la educaci髇 y al servicio comunitario.  Escritor desde temprana edad, sus primeras publicaciones las realiz?con el seud髇imo de “McLitton” en la secci髇 “Arte y Cultura” de la 玆evista Notarial del Colegio de Escribanos?de la provincia de Buenos Aires. Autor de poemas, reflexiones, cuentos y ensayos, colabora en diversos medios period韘ticos de Argentina y en m鷏tiples revistas digitales. M醩 datos sobre este autor, en su p醙ina: “Marcelo D. Ferrer”.

  

  

GIBRALFARO. Revista de Creaci髇 Literaria y Humanidades. A駉 VI. N鷐ero 51. Septiembre-Octubre 2007. ISSN 1696-9294. Director: Jos?Antonio Molero Benavides.  Copyright ?2007 Maecelo D. Ferrer. ?2002-2007 EdiJambia & Departamento de Did醕tica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educaci髇. Universidad de M醠aga.

  

  

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