N.? 44

OCTUBRE 2006

2

  

  
 

ComiCuento

Marcos Manuel S醤chez  

  

  

N

ot?que algo no iba bien cuando aquellos hombres reaccionaron espantados al verme en la sala de espera. Minutos antes hab韆 aparcado el coche a pocos metros del portal en una calle donde no hab韆 un alma. Hab韆 subido hasta el primer piso y hab韆 oprimido el bot髇 del timbre junto a la puerta donde la placa met醠ica avisaba que el ?/span>Doctor Ferr醤, Psiquiatra?/span> habitaba all? Un zumbido me indic?que el dispositivo de apertura autom醫ica me permit韆 franquear la entrada. Acced?al interior. No vi a nadie. Anduve unos pasos hasta dar con un cartelito que rezaba: ?/span>Por favor, entre y acom骴ese?/span>.

  
     

Luc韆 una cara llena de 醤gulos, unos p髆ulos salientes colorados como fresas en medio de un paisaje cubierto por cejas tan espesas que sombreaban su nariz. 

  

Dos individuos que no pod韆n ser m醩 diferentes el uno del otro fijaban su mirada sobre sendas revistas en afanada lectura. Uno llevaba una chaquetilla azul celeste echada sobre sus anchos hombros los cuales sosten韆n una cabeza cuadrada. Quiz? deber韆 decir c鷅ica. Luc韆 una cara llena de 醤gulos, unos p髆ulos salientes colorados como fresas en medio de un paisaje cubierto por cejas tan espesas que sombreaban su nariz. El otro, un se駉r flaco, mov韆 r韙micamente una pierna al tiempo que acariciaba su barbilla puntiaguda como si estuviese urdiendo alguna trama particularmente tupida.

Decid?tomar asiento, dije 揵uenos d韆s?y comenz? la detonaci髇.

Los dos personajes me miraron expresando tal horror que me result?algo casi c髆ico al principio. El flaco dej?caer la revista y dio un respingo en su asiento mostrando en sus ojillos de hur髇 un terror aut閚tico. El de las cejas de astrac醤 qued?agarrado a los brazos de su silla como si de s鷅ito hubiera decidido hacer de vientre. Las primeras palabras que pugnaron por salir de su boca s髄o llegaron a encadenar un sonido inteligible a medias:

―No... no puede ser un... adre! 縌u?es...?

El hombre delgado temblaba y no parec韆 ser capaz de arrancar un fonema a su garganta.

―緿?.. d髇de hay una fi... fiesta de disfraces? ―inquiri?en un alarde de entereza el de la cara angulosa. Nada m醩 verle, ya hab韆 supuesto yo que era m醩 decidido y fuerte que su compa馿ro. Le devolv?una mirada ni por asomo tan espantada aunque s?un tanto inquieta, y pregunt?a mi vez:

―縁iesta de disfraces? 縋or qu?me pregunta eso?

El hombrecillo de ojos como cabezas de alfiler manten韆 su mudez, por lo que, en la escena, s髄o est醔amos interviniendo el forzudo y yo en una especie de t?a t?

―Pe... pero, 縩o se ha dado cu... cuenta de su aspecto? ―articul?el cejudo. Su voz abandon?el hilo que hab韆 sido al principio de su estupefacci髇 para dar paso a una sonoridad grave y con matices de pertenecer a alguien versado en la oratoria.

―Mire, no s?de qu?va este acertijo, pero no entiendo una palabra. 縀s que estaban jugando a algo ustedes dos?

El hombre enjuto como piel abandonada por el lagarto en una muda consigui?emitir un pitido hist閞ico:

―s incre韇le, incre韇le! ―A continuaci髇, se puso en pie y empez?a se馻larme con el dedo en el peor de los actos que las normas de urbanidad estipulan que no ha de realizarse jam醩: apuntar con un dedo al pr骿imo.

―縉o lo ve? 縀s que no lo ve? ―chillaba como una comadreja el delgado, dirigi閚dose a su colega de aventuras en una innecesaria llamada de atenci髇. Al parecer, yo estaba siendo el causante de un momento estelar en sus vidas.

―Miren, d韌anme de qu?se trata y gustosamente me unir?al juego ―repuse en un tono que pretend韆 ser mucho m醩 amable de lo que sent韆 en mi interior. Y es que en mi interior estaba creciendo una congoja que no me atrev韆 a mostrar a aquellos dos. No era mi intenci髇 azorarme ante sus aspavientos, no fuera a ocurrir que todo aquel teatro consistiera en una est鷓ida broma.

―Pero m韗ese usted, hombre de Dios...

En ese momento apareci?la recepcionista del doctor. Puede que fuese enfermera o algo as? pero no parec韆 que su trabajo consistiera en prestar ning鷑 servicio sanitario a los clientes del psiquiatra. M醩 bien creo que ning鷑 psiquiatra necesita de una enfermera. 蓅ta, sin embargo, vest韆 como tal, con cofia y todo.

―縌u?pasa aqu? ―quiso saber la mujer. Fue recorriendo uno a uno a los all?presentes con una mirada entre felina y asustada hasta topar con mi persona. Se llev?las manos a ambos lados de su cara, redondita como un pan candeal, y, agarr醤dose ambas orejas, inici?un chillido que muy bien pod韆 haberle desgarrado una parte de su 髍gano fonador. Lo siguiente tuvo mucho de confusi髇, gritos, saltitos del se駉r enjuto aqu?y all? gestos incomprensibles del fortach髇, que pretend韆 arrancar a su realidad unos gramos de verosimilitud, y una desaz髇 por mi parte que amenazaba con desbordar mi autocontrol.

La chica fue retrocediendo, sin girarse, en direcci髇 al despacho del m閐ico; tal deb韆 ser su trauma al contemplarme. Aqu閘 fue el instante en que, al fin, opt?por tocarme la cara y el cuerpo... la... i cara! 縌u?es esto? 緿髇de est?mi nariz? El pelo, las orejas... estos huecos o son mis ojos! El tacto de lo que deb韆 de ser mi piel me devolv韆 una sensaci髇 plastificada, como si estuviera acariciando un objeto de goma. El doctor Ferr醤, reci閚 salido de su cub韈ulo, tuvo el gran acierto de definir mi repentina nueva apariencia, contribuyendo a acrecentar el estupor que invad韆 mis sentidos:

―Es como un dibujo... en tres dimensiones. Un personaje de c髆ic o algo as?

  
     

El flaco dej?caer la revista y dio un respingo en su asiento mostrando en sus ojillos de hur髇 un terror aut閚tico. 

  

El doctor hablaba con voz entrecortada pero con mayor firmeza que la de ninguno de los actores de la escena. Ojal?hubiese sido s髄o eso, una escena de una obra que lanzase al p鷅lico aquellos mensajes de irrealidad para entretenerlo un poco. Pero no. Contrariamente al deseo de mi raz髇, estaba soportando sobre mi persona toda la presi髇 de los hechos, sin poder aliviarme por v醠vula de escape alguna.

―Su cabeza es... como una moneda gigante ―advirti? el hombrecito con sus ojillos clavados en mi reci閚 estrenada anatom韆. Un dedo nudoso segu韆 apunt醤dome como arma de fuego enca駉nando al enemigo.

―Y esa cosa que lleva en la barriga. Parece... la bolsa de un canguro 縩o? ―se permiti? opinar la enfermera con actitud menos hist閞ica que al inicio de su arrebato. No dejaba de mirar aquel ap閚dice en forma de saco. No s?c髆o, pero, manteni閚dome al margen de la espectacular transformaci髇 con verdadero dominio de m? mismo, comenc?a interpretar toda esa confusi髇 desde un punto de vista pr醕tico. Lejos de contagiarme del estupor ajeno, me di cuenta de que podr韆 sacar provecho. All?guardar韆 una buena cantidad de cosas.

―Esas manos... son manoplas de cuatro dedos ―acert? a comentar el doctor Ferr醤 en lo que parec韆 estar convirti閚dose en una sesi髇 de anatom韆 descriptiva como las que ten韆n lugar en el aula magna de algunas facultades de medicina hace doscientos a駉s y en las que se mostraban excrecencias y deformidades de humanos desgraciados a un p鷅lico docto y 醰ido de la novedad m醩 escabrosa.

Los cuatro que ten韆 frente a m? contemplando lo m醩 parecido a un alien韌ena que se hab韆 cruzado en sus vidas, hab韆n iniciado una fase de investigaci髇 ya casi repuestos de la sorpresa.

―Mira, Claudia ―coment?el psiquiatra acerc醤dose cada vez m醩 a m? manifestando un inter閟 cercano al del facultativo que examina a su paciente pero a鷑 a la defensiva―. Su tronco y piernas parecen de regaliz. Debe poseer una gran elasticidad.

Observ?mis piernas y las mov?de un lado a otro y hacia el frente, como si diera una patada. Para mi sorpresa, la pierna sufri?un estiramiento tal que lo que hac韆 las veces de pie impact?en el abdomen del doctor, aunque 閟te no se inmut?

―Vaya, es de goma ―asegur?el hombret髇 de nariz sombreada, que hasta entonces hab韆 permanecido de pie en silencio, cruzado de brazos.

―Como un chicle, s? Goma... de mascar ―apreci? el individuo delgado.

―Oiga, caballero, 縟e d髇de ha salido? ―intervino Ferr醤 tras unos momentos de inspecci髇, durante los cuales no hab韆 parado de dar vueltas en torno a m? Tapaba su boca parcialmente con una mano en actitud reflexiva.

Le mir?a los ojos, fui bajando poco a poco mi nueva cabeza y traslad?la mirada hacia mis blandas extremidades. Volv?a fijarme en 閘 y no se me ocurri?otra idea que preguntarle:

―縐sted est?sufriendo por su mujer, 縱erdad?

Debo reconocer que, hasta ese instante, mi forma de entender lo que estaba sucediendo hab韆 evolucionado y un extra駉 pragmatismo estaba adue襻ndose de mi percepci髇.

La enfermera o asistenta llamada Claudia, el hombrecillo fino y el hombret髇 observaban perplejos la cara del doctor a la espera de lo que 閟te fuese a contestar. La chica se llev?tres dedos a la boca como si entendiera el mensaje de mi pregunta m醩 all?que los dem醩.

―Usted me sorprende doblemente, se駉r m韔. 縋or qu?iba yo a...?

Ah?par?su alocuci髇, probablemente presa de sus nervios al comprobar que yo hab韆 dado en el clavo.

―Esto es incre韇le, incre韇le ―volvi?a sermonear el de los ojillos de roedor, incapaz de expresar nada m醩 coherente. Y es que la coherencia se encontraba ese d韆 a miles de kil髆etros de all?

―lamen a la polic韆! ―aull?de repente el de las mejillas coloradas mientras enarcaba aquellas cejas que eran como cepillos de barrer.

―縔 por qu?habr韆n de hacerlo? ―inquir? sin perder la calma.

―Usted es un extraterrestre, un extra駉 elemento que se ha infiltrado aqu?con sabe Dios qu? intenciones ―afirm?la tal Claudia con la ansiedad reflejada en su cara de cera―. Tenemos que protegernos ―concluy? desplazando su mirada del doctor hacia los otros dos. Yo continu?en mis trece:

―Su mujer tambi閚 sufre por usted, doctor. Pero es mejor que no le cuente la verdad, es decir, que usted se acuesta con otra.

Ferr醤 permaneci?callado al principio frot醤dose las sienes a lo largo de un minuto o as? para acabar perdiendo el control de forma que, m醩 que hablar, lo que hizo a continuaci髇 fue proferir una serie de voces descontroladas:

―i mujer est?enferma! e c醤cer! Se muere, s? Hace a駉s que sufre, laro que sufre! La est?devorando por dentro, pero ese buen Dios que dicen que vela por nosotros no quiere llev醨sela a鷑. La mantiene ah? echada como un trapo sobre su cama, hecha un ovillo, marchit醤dose en una agon韆 absurda.

La chica pos?una mano sobre la espalda del m閐ico y la otra sobre un hombro. En ese momento parec韆 una enfermera.

Los dos hombres observaban el cuadro contritos, pero el grand髇 segu韆 erre que erre:

―Hay que avisar a los municipales. Si no lo hacen ustedes, lo har?yo.

El m閐ico levant?una mano:

―Todav韆 no, quiero saber m醩 ―se dirigi? hacia m?poniendo los brazos en jarras en actitud desafiante―. 緾髆o ha sabido lo de mi mujer?

Contest?sin dilaci髇:

―No le puedo asegurar c髆o. Es, quiz? mi nueva naturaleza la que me permite ver m醩 all? ―afirm?sin darle importancia―. Y d韌ame, 縞ree que estar韆 usted cometiendo un crimen si dejara de administrarle la medicaci髇?

―縌u?pretende? 縌u?se ha cre韉o usted?

―sto es demasiado! ―exclam?el que se empe馻ba en mandarme a chirona. Acto seguido, sac?un tel閒ono m髒il del bolsillo de sus abultados pantalones de lana.

―La vida es muy cruel ―me o?decir en lo que ya hab韆 asimilado perfectamente como mi reci閚 nacido papel en la vida. Era una persona, o un dibujo, completamente nueva.

  
     

Un dedo nudoso segu韆 apunt醤dome como arma de fuego enca駉nando al enemigo. 

  

―D韌ame, doctor, 縞ontemplar c髆o la vida se escapa del cuerpo de su amada esposa es lo mejor que puede hacer por ella?

La chica respondi?por 閘. Me daba cuenta de que mis palabras llamaban m醩 la atenci髇 que mi estramb髏ico aspecto, lo cual me estaba satisfaciendo bastante, s?

―La eutanasia est?prohibida en el mundo entero, 縮abe? ―asegur?Claudia―. Es un delito.

―Es el favor que necesita un enfermo que ve c髆o se desvanece, impotente ―continu?#8213;.   Si nosotros supi閞amos lo que siente un desgraciado en esa situaci髇, estoy seguro de que lo pedir韆mos a gritos.

Me fij?en la rubicunda Claudia como si fuera la 鷑ica persona presente en la sala y le habl?medio sonriendo:

―Esa afici髇 tuya por la bebida no es nada encomiable. Est醩 buscando la ruina del feto que llevas dentro.

Otro dardo en la diana. Un velo blanco se interpuso en el campo visual de Claudia y 閟ta cay?desmayada. El doctor se agach?a su lado intentando reanimarla. El hombre grande hablaba por tel閒ono:

―Es la calle Caballero de Gracia, n鷐ero diez. Vengan r醦ido.

A continuaci髇, se acerc?a m?y repiti?el gesto del hombrecito enca駉n醤dome con un dedo:

―No se librar?de la Justicia. Desde luego que no, specie de cromo viviente!

―Oiga, que yo no tengo la culpa de haberme encontrado as?en lo que dura un suspiro. Le aseguro que, cuando sal?de mi casa, era una persona normal. ―Detuve mi exposici髇 s髄o una fracci髇 de segundo para pensar. Fue algo reflejo, incontrolable, lo que sali?de mis... Bueno, carezco de labios; digamos, de la ranura que tengo por boca:

―Es usted tan lanzado en todos sus actos... ―apunt?#8213;. Como aquella ocasi髇 en que atropell?a ese pobre ni駉. Cruzaba por el paso de peatones, pero usted ten韆 mucha prisa, como siempre. Circulaba muy por encima de la velocidad permitida. Todo acab?para aquel muchachito inocente.

―No fue as?.. ada de eso! ―repuso el interpelado―. 蒷... cruz?sin mirar, se me ech?encima. No pude evitarlo.

―Mi reci閚 descubierta capacidad para ver a trav閟 de la mente de los dem醩 me dice que no fue eso lo que dictamin?el juez. Desde lo m醩 rec髇dito de su mente sabe que actu?de forma irresponsable. Hace a駉s que no descansa por las noches, 縩o es cierto? Por eso viene al psiquiatra desde entonces.

El gran hombre no articul?palabra alguna. El silencio se apoder?de la estancia, al tiempo que el doctor Ferr醤 administraba un bebedizo a la chica. 蓅ta parec韆 que empezaba a reponerse de mis revelaciones sobre su principal afici髇.

Entonces son?la voz del 鷑ico asistente a la reuni髇 que no hab韆 mediado palabra desde hac韆 un buen rato.

―Yo tambi閚 lo he pasado muy mal ―comenz?a manifestar el delgaducho―. Estoy en tratamiento desde hace mucho m醩 tiempo que este se駉r, y lo cierto es...

―Lo cierto es ―le interrump?sin demora, con impiedad― que usted es un acomplejado, un enfermo psicosom醫ico que siempre anda diciendo que padece m醩 que los otros, cuando lo que tiene es una desmedida hipocondr韆, aparte de un complejo de inferioridad que se agrava progresivamente.

La que atend韆 al nombre de Claudia comenz?a llorar con desconsuelo.

―Que pare ya, que esa cosa se vaya de aqu? no quiero volver a verle ―el llanto hizo que terminara la frase con un ?..verleeee? seguido de sollozos e hipidos.

Fue entonces cuando la sirena de la polic韆 comenz?a hacerse audible. Deb韆 tomar una decisi髇: o me quedaba para comprobar si todo aquello respond韆 a una rid韈ula pesadilla o me dejaba llevar por mi reciente... poder, o ll醡ese como se quiera. Me fij?en la bolsa que sobresal韆 de mi abdomen y record?lo que la chica hab韆 comentado: 搇a bolsa de un canguro? Se oy?el sonido procedente de la calle que anunciaba que la polic韆 acababa de descender de su veh韈ulo. Sin saber por qu? di un salto hacia la ventana que daba al patio interior del edificio, con asombrosa agilidad, por cierto, y, de inmediato, comprob? que mi especial anatom韆 me facilitaba mucho las cosas. En pocos segundos hab韆 conseguido trepar por la pared del patio hasta la azotea. Una vez all? mir?a mi alrededor y continu? maravill醤dome de mis cualidades f韘icas. Despu閟 de ejecutar varios saltos que me llevaron de un edificio a otro, analic?la situaci髇: me encontraba a unas diez manzanas de la consulta del doctor. Me sent?apoy醤dome sobre una chimenea y hurgu?en el interior de mi bolsa. Mi manopla detect?con una alta sensibilidad varios bultitos en su interior. A medida que los frotaba, iban tomando forma en mi mano. Cuando extraje 閟ta, observ?algo sorprendente: sobre la palma se hallaban varios mu馿quitos, r閜licas perfectas de mi nuevo aspecto, como varios 搚o?en miniatura. Una idea se abri?paso en mi mente y me pareci?incuestionable. Ech?hacia atr醩 mi cabeza con forma de moneda, como hab韆 asegurado el hombrecito de la consulta, y di paso a una carcajada que atron?las calles:

―Es el comienzo de una nueva estirpe... s? la generaci髇 de los dibujos animados con vida propia... aya! Tendr?que encontrar una abreviatura para eso. As?que puedo generar dobles con esta bolsita que tengo en el abdomen... Bueno, esto parece un sue駉, algo que he estado esperando desde hace tanto... Ustedes pensar醤 que no ando muy cuerdo, claro que no se han visto en una situaci髇 como la m韆.

Lo 鷑ico que no consigo recordar de toda esta historia es por qu?me dirig韆 yo a la consulta de ese doctor... Pero eso ya no importa.

  

  

  

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Marcos Manuel S醤chez S醤chez (Ciudad Real, 1961) es licenciado en Ciencias Qu韒icas (Qu韒ica Org醤ica) por la Universidad Complutense de Madrid. Actualmente vive en San Sebasti醤 de los Reyes (Madrid). Gran lector de cualquier g閚ero literario, colabora en varias revistas digitales, como OXYGEN, A袿S LUZ, OURENSENET y, desde 2004, ocupa un lugar prominente entre los colaboradores de GIBRALFARO. Ha publicado El primer clon (Madrid, 2004), extensa novela enfocada como obra de tesis sobre la 閠ica de la clonaci髇 humana, y ya todo un cl醩ico en el g閚ero de la ciencia de proyecci髇 futurista, cuya trama tiene como fondo la aventura de alguien que necesita una segunda oportunidad en la vida para realizar un sue駉. Muy recomendable su lectura.

  

  

GIBRALFARO. Revista de Creaci髇 Literaria y Humanidades. A駉 V. N鷐ero 44. Octubre 2006. Director: Jos? Antonio Molero Benavides. ISSN 1696-9294. Copyright ?2006 Marcos Manuel S醤chez S醤chez. Reservados todos los derechos ?2002-2006 EdiJambia & Departamento de Did醕tica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educaci髇. Bulevar Louis Pasteur, s/n. Campus de Teatinos. Universidad de M醠aga. 29071 M醠aga (Espa馻).

  

  

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