ste cuento está basado en otro cuento que estaba basado
en un cuento. Comienza cuando don Abraham, que
lleva casado cuarenta y cinco años con Florencia,
encontró un sobrecito azul debajo de la puerta de
entrada de su casa. Era domingo y, como todos los
domingos, ambos fueron a misa de doce.
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Era domingo y, como todos los
domingos, ambos fueron a misa de doce. |
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La primera vez que lo encontró, pasó de largo y,
abrazando a su esposa, entraron a su casa,
cerraron la puerta y se ocuparon de sus cosas.
Importante es que el lector sepa que en esa casa,
edificada hace unos setenta años, la vista la
priva el hermoso jardín que, rodeado de
habitaciones, conforma un primoroso conjunto.
El siguiente domingo, al regresar de la misa, encontraron
de nuevo debajo de la puerta un pequeño sobre
azul. Abraham se inclinó para cogerlo, pero su
esposa se le adelantó y, sonriendo, lo destrozó.
Aquél suspiró y, resignado ante la muerte de su
curiosidad, abrazó a su esposa y entró con ella
a la casa, cerrando la puerta.
La semana fue larga. Abraham, intrigado, esperaba
impaciente la llegada del siguiente domingo para
revisar aquel sobre azul. Su silencio fue
prolongado y su abstracción notoria, pero a
Florencia no parecía disgustarle demasiado. Con
voz pausada y dulce lo llamaba repetidamente hasta
que salía de su ostracismo y le hacía caso. Por
primera vez en cuarenta y cinco años comenzó a
sentirse sola.
Pasaron los siete días, y, al volver de la misa,
encontraron otra vez un sobrecito azul. Florencia
se inclinó para tomar el sobre, pero, para su
sorpresa, Abraham la empujó tomándolo, y,
sonriente por ganarle la mano, levantó el sobre
con la diestra mientras cerraba con la izquierda
la puerta. Acto seguido, se sentó en una banca
del jardín. Florencia lo siguió hasta allí e
intentó ver el contenido del sobrecito, pero su
esposo se lo impidió una y otra vez, hasta que de
plano volvió a empujarla para hacerle comprender
que no la quería por ahí cerca. Por segunda vez
en cuarenta y cinco años, Florencia se sintió
sola. Por primera vez en cuarenta y cinco años,
Florencia fue empujada por su esposo dos veces.
El contenido del sobrecito era una pequeña tarjeta en
donde, con letras mal logradas a lápiz, decía:
«¡CORNUDO GUEY!». Abraham, que en principio no
comprendió esas palabras, destrozó tarjeta y
sobre y, muy indignado, salió a dar un paseo, que
aprovechó para preguntarle a cada persona que
pasaba, a sus vecinos, al tendero de la esquina,
al vendedor de periódicos y al policía del banco
cercano, si habían visto quién depositó ese
sobrecito en su puerta. Pero no consiguió ninguna
respuesta convincente. «Que sí, pero que no lo
recordaban», «que no, pero que se iban a fijar
bien».
Molesto, se resignó a volver a su casa, no sin antes
comprar una bolsa de pepitas de calabaza, que
compartió con Florencia al llegar, sentándose en
el jardín como si no pasara nada. Florencia
torció la boca, frunció el ceño, quitó su mano
de la mano de Abraham cuando se la tomaba, no se
dejaba abrazar, pero éste, sumergido en sus
pensamientos acerca del sobrecito, su origen y sus
palabras escritas, no se dio cuenta. Tampoco se
dio cuenta de que Florencia ya no cantaba, ya no
hablaba con las plantas ni con sus pájaros
enjaulados en ocho celdas de madera que él
fabricó.
Tampoco se dio cuenta de que no cenó, ni desayunó, ni
de que, cuando estaban acostados, ella suspiraba
profundamente y luego entrecortado, como si
quisiera llorar, o porque quizá estaba llorando.
Otros sobres pasaron por aquella puerta, todos
puntualmente, y todos con aquellas palabras.
Cuando llegó el sobre séptimo, Florencia,
decidida a averiguar el contenido de aquel sobre
azul, se las ingenió para perdérsele en la misa,
al tiempo que se levantaron para comulgar; y,
antes de que ésta terminara, regresó a su casa
por aquel sobre. Lo tomó, lo guardó en su babero
y cerró la puerta.
Dio la vuelta a la manzana para hacer tiempo a que
llegara Abraham. Al ir caminando por aquellas
calles, tuvo la idea de abrir el sobre, pero se
contuvo. «Quizá no es buena idea —pensó—.
Si mi esposo ha podido volverse medio loco con
este sobre, lo mejor es no leerlo.»
Abraham, en tanto, regresó apresurado a la casa buscando
el sobre. Al no encontrarlo, y al constatar que no
había llegado su
esposa, tuvo un mal pensamiento, y, por
primera vez en cuarenta y cinco años, desconfió
de Florencia.
Enloquecido, comenzó a revisar cajones de roperos y
cómodas, los trasteros de la cocina y cada lugar
a donde le parecía que «la infiel»
hubiera escondido algún objeto incriminatorio.
Florencia, que seguía en la calle pensativa sin decidir
qué hacer con aquel sobre, finalmente lo tiró en
un bote de basura de una tienda y volvió a la
casa. Al llegar, se dirigió a la cocina
encontrando el espectáculo: las tazas tiradas,
platos rotos, cajones de mantelería desbordados,
cazuelas por todos lados, alimentos fuera de
lugar... en fin, un desastre. Suspiró y, con toda
normalidad, comenzó a acomodar trastes y
mercancías en su lugar.
Él se cruzó en su camino de paso hacia el comedor,
adonde iba por unas servilletas. Por toda palabra,
se miraron a los ojos con odio, echándose el uno
al otro del lugar. Por tercera vez en cuarenta y
cinco años, Florencia se sintió sola. Por
primera vez en cuarenta y cinco años años,
sintió animadversión por su esposo.
Él la miró desafiante pensando no se sabe qué tantas
cosas, y le dijo a gritos:
—¿Cómo has podido engañarme todos estos años? ¿Por
qué?
Ella dijo estas palabras, que quedaron grabadas en su ser
y perduran en el tiempo:
—Te detesto.
Los esposos no volvieron a hablarse. Abraham siguió
absorto en sus pensamientos, esperando el sobre.
Ideando la forma de atrapar al autor. Rechazando a
su esposa. Haciéndose el digno y orgulloso cada
vez que lograba una nueva hazaña para enojarla
más, no se dio cuenta cuando ella enfermó,
cuando se puso grave, ni cuando murió sola, por
cuarta vez en cuarenta y cinco años.