Es
una hermosa noche de verano.
Tienen
las altas casas
abiertos
los balcones
del
viejo pueblo a la anchurosa plaza.
En
el amplio rectángulo desierto,
bancos
de piedra, evónimos y acacias
simétricos
dibujan
sus
negras sombras en la arena blanca.
En
el cenit, la luna, y en la torre,
la
esfera del reloj iluminada.
Yo
en este viejo pueblo paseando
solo,
como un fantasma.
(ANTONIO
MACHADO, Noche de Verano.)
l
cuerpo quedó tendido boca arriba sobre la lápida
del sepulcro central, inerte. La sangre que
resbalaba por su nuca empapó el musgo que cubría
el granito, dándole un aspecto de terciopelo
encarnado. Tenía el pecho descubierto. Su piel,
de un blanco lechoso, contrastaba con el color
oscuro de la camisa, pareciendo aun más nívea.
Los hombros se descoyuntaron tras el golpe.
Durante unos segundos ambos brazos se balancearon,
como los de una marioneta a la que se le aflojan
las cuerdas, hasta quedar inmóviles rozando los
laterales de la sepultura. Las palmas de las
manos, vueltas hacia el techo, evocaban un gesto
de mendicidad; parecían pedirle al hueco por el
que cayó que le devolviera la vida.
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El
cuerpo quedó tendido boca arriba sobre la lápida
del sepulcro central, inerte. La sangre que
resbalaba por su nuca empapó el musgo que cubría
el granito, dándole un aspecto de terciopelo
encarnado.
("La
caída", 1992, de Miriam Perales. Acrílico
y esmalte sobre tela) |
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No
recuerdo bien lo que pasó tras el impacto, sólo
que permanecí frente al cadáver como lo hicieron
ellos, inmóvil, llorando y sin saber qué hacer
hasta que Eduardo dijo que oyó su voz ronca, que
vio sus ojos de buitre, incluso afirmó respirar
el polvo que sus gruesas botas de caza solían
levantar a cada paso. Yo creí oler el agua de
colonia que utilizaba, cuya fragancia espesa,
invasora como el perfume que desprenden los
crisantemos en noviembre, me hizo correr, correr
detrás de ellos.
Llegamos
al pueblo empapados de miedo, cubiertos de dolor,
manchados de sangre, de una sangre que nos había
salpicado a todos poblando la superficie de
nuestros zapatos de lunares diminutos y rojos;
espantosos, asimétricos, secos y con relieve.
Parecían petequias que habían escapado de la
piel muerta, que, espantadas, huían sobre aquel
calzado de adolescentes...
No
sé si era porque presentía lo que iba a suceder,
pero no me gustaba aquella casa, por ello me
negaba a entrar. Así fue hasta el día en que
vimos a Jimena salir de su interior acompañada de
Anastasio. Desde entonces, a pesar de la
prohibición de mi tío, tarde tras tarde iba con
ellos. Todos saltaban prestos la valla que rodeaba
el caserón, empujados por el deseo de colonizar
un pedazo más de extensión sin que Anastasio, mi
tío, el guarda de la finca, nos volviera a
sorprender zascandileando entre las estancias de
cuyos techos colgaban amenazantes trozos de vigas.
Lo hacíamos llevados por el ansia de saber qué
era lo que hacían Jimena y él dentro del
caserón deshabitado.
Mientras
uno tras otro iban saltando, yo esperaba afuera,
evitando mirar la finca. Cuando alzaba la vista y
contemplaba el jardín invadido de hierbajos, tan
enmarañados como el cabello de Nieves, comenzaban
las nauseas. Era imposible reprimir aquellos
espasmos gástricos. Sólo conseguía atenuarlos
cuando Nieves me tapaba los ojos como si fuese un
borrico a punto de mover la
rueda de un molino y,
privado por unos instantes del sentido de
la vista, no sé bien si arrastrado por la
curiosidad o llevado por la fuerza del destino,
día tras día me sumergía en la oscuridad que el
pañuelo de Nieves me otorgaba, aquel pedazo de
tergal zarco como sus ojos que olía a violetas.
Después, sujeto al brazo de ella, atravesaba el
denso campo que rodeaba el pueblo serrano de
Moralzarzal. Siempre, antes de que ella me tapase
los ojos, permanecía quieto unos instantes.
Ensimismado, contemplaba el valle que el sol
abrasador del estío había teñido de mechas
color alfalfa mientras “Frascuelo”, en la
lejanía, marcaba indiferente las horas de
nuestros días efebos.
Una
vez dentro de la finca, me sujetaba con fuerza al
brazo de Nieves, fingiéndome aún más ciego de
lo que el pañuelo me hacía. Con mi brazo, rozaba
el nacimiento de su pecho tierno y templado.
Tenía los pasos medidos. Cada cinco, ella se
paraba y me decía:
—Jaime,
o paras o te quito el pañuelo y te dejo
vomitar...
Atendiendo
a su amenaza, paraba, me excusaba y volvía a
retomar el contacto con su prominencia carnosa
casi de inmediato. Ella volvía a protestar. Así,
una y otra vez, hasta llegar al caserón. Aún me
pregunto qué era lo que más temía; el vómito o
la carencia de aquel roce.
A
pesar de la oscuridad en la que se sumergían mis
ojos, siempre llegaba al porche con marejada
gástrica. Paco y Nieves se habían acostumbrado a
mi alteración estomacal y la calificaban como un
síntoma evidente de mi cobardía, una
consecuencia del miedo a que mi tío nos
sorprendiera. Eduardo afirmaba que era el
resultado del
vértigo producido por el desnivel que
tenía la finca. El declive era tan irreal que
parecía formar parte de una pesadilla, al menos
para mí.
La
casa estaba ubicada en el centro de una hondonada
y el jardín era ascendente, por lo que daba la
impresión de que el caserón estaba hundido,
parecía que
la tierra
lo hubiera querido tragar. La depresión
del terreno en torno a la casa hacía que, desde
el exterior de la finca, sólo se viese el tejado.
Aquella techumbre que salpicaba mis noches de
pesadillas se alzaba desafiante, con todas y cada
una de sus tejas en su sitio, carente del musgo
que suele colonizar los tejados viejos. Era como
si el tiempo no hubiera pasado por ella. Su
perfección, su buen estado, me hizo imaginar que
había sido construida en otra dimensión. El
resto, a excepción de los pilares, estaba casi en
ruinas. Las paredes despellejadas mostraban
agujeros como ulceras que segregaban cemento y
ladrillos desmenuzados por la humedad. La escalera
que unía las dos plantas estaba intacta,
protegida del viento y el agua por aquella
techumbre fantasmal que aparentaba tener vida
propia y que nos cobijaba hasta entrado el
atardecer. Bajo el chaflán del salón,
esperábamos. Imaginábamos la historia de amor
prohibido de Jimena, casada con el boticario, y el
guarda del caserón. Inventábamos los diálogos,
pronunciábamos palabras de sílabas quebradas por
el deseo. Incluso alguna que otra vez nos pareció
oír cómo las paredes dejaban escapar los jadeos
que preludiaron el placer de los amantes.
Día
tras día, durante las dos semanas que duró
nuestra investigación, parodiamos la escena que
suponíamos se desencadenaría tras el
descubrimiento de lo que suponíamos una
infidelidad. Mientras Paco nos miraba
entusiasmado, yo personificaba la figura de mi
tío, y Nieves, al principio reticente, encarnaba
a Jimena. Mi exceso de celo en la interpretación
era controlado por los manotazos de ella. Cuando
la escena llegaba al punto más comprometido,
Eduardo me arrebataba los labios de la pelirroja
emulando la entrada del marido despechado, el
boticario:
—Adúltera,
¡cómo has podido! ¡Cómo eres capaz...!
Reíamos
a carcajadas. La risa perdía su fuerza y,
entonces, Nieves encendía una cerilla susurrando:
—Silencio,
creo que se acercan...
El
miedo a que mi tío nos descubriese nos hacía
adelantar la salida del caserón. Una vez fuera de
la mansión, escondidos tras el vallado,
esperábamos emocionados hasta que ella llegaba.
Entonces, la risa volvía a surgir violenta,
entrecortada, dejando escapar alguna que otra tos.
Ella se giraba y, sin dejar de mirar a su
alrededor, abría la puerta de metal oxidado que,
minutos antes, mi tío había desprovisto de
candado.
A
pesar de no haber encontrado indicios del romance,
los cuatro estábamos convencidos de que bajo
aquel techo se ocultaba una estremecedora historia
de amor cuyo desenlace tendría consecuencias
fatales, algo que no estábamos dispuestos a
perdernos.
Buscamos
el acceso al sótano. Allí había tres sepulcros,
motivo por el que la mansión, estando casi en
ruinas, aún seguía en pie. No se podía demoler
hasta que no se procediera a la exhumación de los
restos.
Eduardo
creía que el sótano era el lugar más apropiado
para esconder un amor prohibido. Sus palabras
fueron como un
destello de curiosidad inoportuna que nos
cegó a todos.
—¡Qué
mejor lugar que la compañía de las ánimas! Los
muertos son los únicos que saben guardar los
secretos.
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La
casa estaba ubicada en el centro de una hondonada
y el jardín era ascendente, por lo que daba la
impresión de que el caserón estaba hundido,
parecía que
la tierra
lo hubiera querido tragar. |
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Nieves
abrió la puerta tras la que estaba oculto el
acceso. Creímos que la escalera nos conduciría
al panteón. Aún era pronto, calculamos que
faltaba una media hora para que llegasen. Había
tiempo para buscar las tumbas y un sitio en donde
ocultarnos. Bajamos los peldaños de superficie
resbaladiza guiados por la luz que la linterna de
Paco nos proporcionaba. El último escalón nos
condujo a una estancia vacía. Decepcionados,
pendientes del reloj, miramos a nuestro alrededor.
Paco dio unos pasos iluminando los recodos de
aquel aposento lúgubre para buscar un colchón,
convencido de que los amantes no iban a practicar
el sexo sobre el frío suelo. Mientras él seguía
con su incesante monólogo, nosotros nos
dejábamos llevar por sus hipótesis que nos
hacían imaginar la escena amorosa sin esfuerzo.
—Creo
que sois unos mal pensados— dijo Nieves dando
vueltas sobre sí misma.
Yo
estaba, como siempre, pegado a ella, tiñendo mis
pensamientos con el añil de sus ojos. Los giros
rápidos y regulares de su cuerpo provocaron que
su falda se elevara, dejando al descubierto sus
glúteos dorados por el sol de aquel último
verano que pasamos juntos, de aquel estío
inconcluso y mortecino, de aquella tarde en la que
aún permanezco.
Tras
unas cuantas vueltas sobre sí misma, me miró y,
riendo a carcajadas, dio un salto. El ruido que
produjo el suelo al derrumbarse aún recorre mis
oídos, constante, ensordecedor. Su recuerdo es
como el que produce el agua del mar al chocar
embravecida contra los acantilados; golpea sin
descanso mi extraña e ilusoria
existencia.
Paco
iluminó el hueco por donde caímos y gritó:
—¿Qué
pasa? Nieves, Jaime, ¿dónde estáis?
Vi
cómo uno tras otro fueron saltando desesperados,
llenos de angustia, pávidos. No recuerdo bien lo
que hice, tampoco cómo llegué a su lado, ni el
tiempo que permanecí junto al cadáver, pero sí
cómo las gotas de sangre que resbalaban por la
superficie del sepulcro central caían al suelo
salpicando sus zapatos.
Cuando
Paco dijo haber escuchado sus pasos, corrieron y
yo tras ellos. Sin pensar en ella, en lo que
había sucedido, sin darme cuenta de que aquello
era un desgraciado accidente, que no había hecho
nada malo, que no tenía por qué escapar. El
miedo que mi tío me daba me hizo huir presa del
pánico a que me viera allí, en la casa, a que
supiese que estaba espiándolo. Al llegar al
pueblo, ninguno dijo nada. Desorientados, mudos y
omitiendo mi presencia, cada uno corrió por su
lado hasta desaparecer.
Cuando
llegué a casa, mi tío estaba sentado en el
porche.
Por
unos instantes, el tiempo pareció detenerse, y un
repentino viento hizo que las hojas de los
ventanales abiertos golpearan con violencia la
fachada. El timbre del teléfono sonaba con
insistencia, pero mi tío parecía no escucharlo,
hasta que el viento se detuvo y él se levantó y
entró en la casa:
—¡No!
No es posible. ¡No puede ser! ¡Dios mío!—
dijo llorando.
Fue
en ese instante cuando supe que Eduardo y Paco
habían dado la voz de alarma.
—¡Tío!—
grité levantando las manos frente al coche, pero
no se detuvo.
Corrí
desesperado. Tenía que hablar con él antes de
que llegara al caserón, tenía que decirle lo que
había pasado, lo mal que me sentía, pero cuando
llegué a la finca, mi tío ya no estaba. El
miedo, una vez más, me hizo correr alejándome de
allí. Nunca he sabido cuánto tiempo caminé, ni
por qué, a pesar de haber andado sin descanso una
y otra vez, día tras día, intentando alejarme,
siempre volvía al mismo lugar, siempre terminaba
dentro de este maldito caserón, donde aún sigo.
Creo
que mi tío se ha olvidado de mí, también
Eduardo y Paco. Nadie me ha echado en falta,
nadie parece buscarme, nadie viene a verme.
Desde
entonces, camino por las estancias del caserón
solo, como si fuese un fantasma.
*Texto
finalista en el certamen de narrativa Breve “Don
Manuel Alonso 2004” Moralzarzal, Madrid.
Publicación en antología que recoge los
diez finalistas. Presentación 1 de marzo 2005.