N.? 38

MARZO 2006

2

  

  
  

De infausta memoria*

Antonia de J. Corrales

  

Es una hermosa noche de verano.

Tienen las altas casas 

abiertos los balcones

del viejo pueblo a la anchurosa plaza.

En el amplio rect醤gulo desierto,

bancos de piedra, ev髇imos y acacias

sim閠ricos dibujan

sus negras sombras en la arena blanca.

En el cenit, la luna, y en la torre,

la esfera del reloj iluminada.

Yo en este viejo pueblo paseando

solo, como un fantasma.

  

(ANTONIO MACHADO, Noche de Verano.)

  

  

E

l cuerpo qued?tendido boca arriba sobre la l醦ida del sepulcro central, inerte. La sangre que resbalaba por su nuca empap?el musgo que cubr韆 el granito, d醤dole un aspecto de terciopelo encarnado. Ten韆 el pecho descubierto. Su piel, de un blanco lechoso, contrastaba con el color oscuro de la camisa, pareciendo aun m醩 n韛ea. Los hombros se descoyuntaron tras el golpe. Durante unos segundos ambos brazos se balancearon, como los de una marioneta a la que se le aflojan las cuerdas, hasta quedar inm髒iles rozando los laterales de la sepultura. Las palmas de las manos, vueltas hacia el techo, evocaban un gesto de mendicidad; parec韆n pedirle al hueco por el que cay?que le devolviera la vida.

  
     

El cuerpo qued?tendido boca arriba sobre la l醦ida del sepulcro central, inerte. La sangre que resbalaba por su nuca empap?el musgo que cubr韆 el granito, d醤dole un aspecto de terciopelo encarnado.

("La ca韉a", 1992, de Miriam Perales. Acr韑ico y esmalte sobre tela) 

  

No recuerdo bien lo que pas?tras el impacto, s髄o que permanec?frente al cad醰er como lo hicieron ellos, inm髒il, llorando y sin saber qu?hacer hasta que Eduardo dijo que oy?su voz ronca, que vio sus ojos de buitre, incluso afirm?respirar el polvo que sus gruesas botas de caza sol韆n levantar a cada paso. Yo cre?oler el agua de colonia que utilizaba, cuya fragancia espesa, invasora como el perfume que desprenden los crisantemos en noviembre, me hizo correr, correr detr醩 de ellos.

Llegamos al pueblo empapados de miedo, cubiertos de dolor, manchados de sangre, de una sangre que nos hab韆 salpicado a todos poblando la superficie de nuestros zapatos de lunares diminutos y rojos; espantosos, asim閠ricos, secos y con relieve. Parec韆n petequias que hab韆n escapado de la piel muerta, que, espantadas, hu韆n sobre aquel calzado de adolescentes...   

No s?si era porque present韆 lo que iba a suceder, pero no me gustaba aquella casa, por ello me negaba a entrar. As?fue hasta el d韆 en que vimos a Jimena salir de su interior acompa馻da de Anastasio. Desde entonces, a pesar de la prohibici髇 de mi t韔, tarde tras tarde iba con ellos. Todos saltaban prestos la valla que rodeaba el caser髇, empujados por el deseo de colonizar un pedazo m醩 de extensi髇 sin que Anastasio, mi t韔, el guarda de la finca, nos volviera a sorprender zascandileando entre las estancias de cuyos techos colgaban amenazantes trozos de vigas. Lo hac韆mos llevados por el ansia de saber qu? era lo que hac韆n Jimena y 閘 dentro del caser髇 deshabitado.

Mientras uno tras otro iban saltando, yo esperaba afuera, evitando mirar la finca. Cuando alzaba la vista y contemplaba el jard韓 invadido de hierbajos, tan enmara馻dos como el cabello de Nieves, comenzaban las nauseas. Era imposible reprimir aquellos espasmos g醩tricos. S髄o consegu韆 atenuarlos cuando Nieves me tapaba los ojos como si fuese un borrico a punto de mover la  rueda de un molino y,  privado por unos instantes del sentido de la vista, no s?bien si arrastrado por la curiosidad o llevado por la fuerza del destino, d韆 tras d韆 me sumerg韆 en la oscuridad que el pa駏elo de Nieves me otorgaba, aquel pedazo de tergal zarco como sus ojos que ol韆 a violetas. Despu閟, sujeto al brazo de ella, atravesaba el denso campo que rodeaba el pueblo serrano de Moralzarzal. Siempre, antes de que ella me tapase los ojos, permanec韆 quieto unos instantes. Ensimismado, contemplaba el valle que el sol abrasador del est韔 hab韆 te駃do de mechas color alfalfa mientras 揊rascuelo? en la lejan韆, marcaba indiferente las horas de nuestros d韆s efebos.

Una vez dentro de la finca, me sujetaba con fuerza al brazo de Nieves, fingi閚dome a鷑 m醩 ciego de lo que el pa駏elo me hac韆. Con mi brazo, rozaba el nacimiento de su pecho tierno y templado. Ten韆 los pasos medidos. Cada cinco, ella se paraba y me dec韆:

桱aime, o paras o te quito el pa駏elo y te dejo vomitar...

Atendiendo a su amenaza, paraba, me excusaba y volv韆 a retomar el contacto con su prominencia carnosa casi de inmediato. Ella volv韆 a protestar. As? una y otra vez, hasta llegar al caser髇. A鷑 me pregunto qu?era lo que m醩 tem韆; el v髆ito o la carencia de aquel roce.  

A pesar de la oscuridad en la que se sumerg韆n mis ojos, siempre llegaba al porche con marejada g醩trica. Paco y Nieves se hab韆n acostumbrado a mi alteraci髇 estomacal y la calificaban como un s韓toma evidente de mi cobard韆, una consecuencia del miedo a que mi t韔 nos sorprendiera. Eduardo afirmaba que era el resultado del  v閞tigo producido por el desnivel que ten韆 la finca. El declive era tan irreal que parec韆 formar parte de una pesadilla, al menos para m?

La casa estaba ubicada en el centro de una hondonada y el jard韓 era ascendente, por lo que daba la impresi髇 de que el caser髇 estaba hundido, parec韆 que  la tierra  lo hubiera querido tragar. La depresi髇 del terreno en torno a la casa hac韆 que, desde el exterior de la finca, s髄o se viese el tejado. Aquella techumbre que salpicaba mis noches de pesadillas se alzaba desafiante, con todas y cada una de sus tejas en su sitio, carente del musgo que suele colonizar los tejados viejos. Era como si el tiempo no hubiera pasado por ella. Su perfecci髇, su buen estado, me hizo imaginar que hab韆 sido construida en otra dimensi髇. El resto, a excepci髇 de los pilares, estaba casi en ruinas. Las paredes despellejadas mostraban agujeros como ulceras que segregaban cemento y ladrillos desmenuzados por la humedad. La escalera que un韆 las dos plantas estaba intacta, protegida del viento y el agua por aquella techumbre fantasmal que aparentaba tener vida propia y que nos cobijaba hasta entrado el atardecer. Bajo el chafl醤 del sal髇, esper醔amos. Imagin醔amos la historia de amor prohibido de Jimena, casada con el boticario, y el guarda del caser髇. Invent醔amos los di醠ogos, pronunci醔amos palabras de s韑abas quebradas por el deseo. Incluso alguna que otra vez nos pareci? o韗 c髆o las paredes dejaban escapar los jadeos que preludiaron el placer de los amantes.

D韆 tras d韆, durante las dos semanas que dur? nuestra investigaci髇, parodiamos la escena que supon韆mos se desencadenar韆 tras el descubrimiento de lo que supon韆mos una infidelidad. Mientras Paco nos miraba entusiasmado, yo personificaba la figura de mi t韔, y Nieves, al principio reticente, encarnaba a Jimena. Mi exceso de celo en la interpretaci髇 era controlado por los manotazos de ella. Cuando la escena llegaba al punto m醩 comprometido, Eduardo me arrebataba los labios de la pelirroja emulando la entrada del marido despechado, el boticario:

桝d鷏tera, 髆o has podido! 髆o eres capaz...!   

Re韆mos a carcajadas. La risa perd韆 su fuerza y, entonces, Nieves encend韆 una cerilla susurrando:

桽ilencio, creo que se acercan...

El miedo a que mi t韔 nos descubriese nos hac韆 adelantar la salida del caser髇. Una vez fuera de la mansi髇, escondidos tras el vallado, esper醔amos emocionados hasta que ella llegaba. Entonces, la risa volv韆 a surgir violenta, entrecortada, dejando escapar alguna que otra tos. Ella se giraba y, sin dejar de mirar a su alrededor, abr韆 la puerta de metal oxidado que, minutos antes, mi t韔 hab韆 desprovisto de candado.  

A pesar de no haber encontrado indicios del romance, los cuatro est醔amos convencidos de que bajo aquel techo se ocultaba una estremecedora historia de amor cuyo desenlace tendr韆 consecuencias fatales, algo que no est醔amos dispuestos a perdernos.

Buscamos el acceso al s髏ano. All?hab韆 tres sepulcros, motivo por el que la mansi髇, estando casi en ruinas, a鷑 segu韆 en pie. No se pod韆 demoler hasta que no se procediera a la exhumaci髇 de los restos.

Eduardo cre韆 que el s髏ano era el lugar m醩 apropiado para esconder un amor prohibido. Sus palabras fueron como un  destello de curiosidad inoportuna que nos ceg?a todos.

棥Qu? mejor lugar que la compa耥a de las 醤imas! Los muertos son los 鷑icos que saben guardar los secretos.     

  

     

La casa estaba ubicada en el centro de una hondonada y el jard韓 era ascendente, por lo que daba la impresi髇 de que el caser髇 estaba hundido, parec韆 que  la tierra  lo hubiera querido tragar.

  

Nieves abri?la puerta tras la que estaba oculto el acceso. Cre韒os que la escalera nos conducir韆 al pante髇. A鷑 era pronto, calculamos que faltaba una media hora para que llegasen. Hab韆 tiempo para buscar las tumbas y un sitio en donde ocultarnos. Bajamos los pelda駉s de superficie resbaladiza guiados por la luz que la linterna de Paco nos proporcionaba. El 鷏timo escal髇 nos condujo a una estancia vac韆. Decepcionados, pendientes del reloj, miramos a nuestro alrededor. Paco dio unos pasos iluminando los recodos de aquel aposento l鷊ubre para buscar un colch髇, convencido de que los amantes no iban a practicar el sexo sobre el fr韔 suelo. Mientras 閘 segu韆 con su incesante mon髄ogo, nosotros nos dej醔amos llevar por sus hip髏esis que nos hac韆n imaginar la escena amorosa sin esfuerzo.

桟reo que sois unos mal pensados?dijo Nieves dando vueltas sobre s?misma.

Yo estaba, como siempre, pegado a ella, ti馿ndo mis pensamientos con el a駃l de sus ojos. Los giros r醦idos y regulares de su cuerpo provocaron que su falda se elevara, dejando al descubierto sus gl鷗eos dorados por el sol de aquel 鷏timo verano que pasamos juntos, de aquel est韔 inconcluso y mortecino, de aquella tarde en la que a鷑 permanezco.      

Tras unas cuantas vueltas sobre s?misma, me mir?y, riendo a carcajadas, dio un salto. El ruido que produjo el suelo al derrumbarse a鷑 recorre mis o韉os, constante, ensordecedor. Su recuerdo es como el que produce el agua del mar al chocar embravecida contra los acantilados; golpea sin descanso mi extra馻 e ilusoria  existencia.

Paco ilumin?el hueco por donde ca韒os y grit?

椏Qu? pasa? Nieves, Jaime, 縟髇de est醝s?

Vi c髆o uno tras otro fueron saltando desesperados, llenos de angustia, p醰idos. No recuerdo bien lo que hice, tampoco c髆o llegu?a su lado, ni el tiempo que permanec?junto al cad醰er, pero s? c髆o las gotas de sangre que resbalaban por la superficie del sepulcro central ca韆n al suelo salpicando sus zapatos.    

Cuando Paco dijo haber escuchado sus pasos, corrieron y yo tras ellos. Sin pensar en ella, en lo que hab韆 sucedido, sin darme cuenta de que aquello era un desgraciado accidente, que no hab韆 hecho nada malo, que no ten韆 por qu?escapar. El miedo que mi t韔 me daba me hizo huir presa del p醤ico a que me viera all? en la casa, a que supiese que estaba espi醤dolo. Al llegar al pueblo, ninguno dijo nada. Desorientados, mudos y omitiendo mi presencia, cada uno corri?por su lado hasta desaparecer.     

Cuando llegu?a casa, mi t韔 estaba sentado en el porche.

Por unos instantes, el tiempo pareci?detenerse, y un repentino viento hizo que las hojas de los ventanales abiertos golpearan con violencia la fachada. El timbre del tel閒ono sonaba con insistencia, pero mi t韔 parec韆 no escucharlo, hasta que el viento se detuvo y 閘 se levant?y entr?en la casa:  

棥No! No es posible. o puede ser! ios m韔!? dijo llorando.

Fue en ese instante cuando supe que Eduardo y Paco hab韆n dado la voz de alarma.

棥T韔!? grit?levantando las manos frente al coche, pero no se detuvo.  

Corr? desesperado. Ten韆 que hablar con 閘 antes de que llegara al caser髇, ten韆 que decirle lo que hab韆 pasado, lo mal que me sent韆, pero cuando llegu?a la finca, mi t韔 ya no estaba. El miedo, una vez m醩, me hizo correr alej醤dome de all? Nunca he sabido cu醤to tiempo camin? ni por qu? a pesar de haber andado sin descanso una y otra vez, d韆 tras d韆, intentando alejarme, siempre volv韆 al mismo lugar, siempre terminaba dentro de este maldito caser髇, donde a鷑 sigo.

Creo que mi t韔 se ha olvidado de m? tambi閚 Eduardo y Paco. Nadie me ha echado en falta,  nadie parece buscarme, nadie viene a verme.

Desde entonces, camino por las estancias del caser髇 solo, como si fuese un fantasma.

  

  

*Texto finalista en el certamen de narrativa Breve 揇on Manuel Alonso 2004?Moralzarzal, Madrid.  Publicaci髇 en antolog韆 que recoge los diez finalistas. Presentaci髇 1 de marzo 2005.

  

  

  

  

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Antonia de J. Corrales Fern醤dez (Madrid), administrativa de profesi髇, comenz?a escribir en 1989 como colaboradora en una revista profesional con art韈ulos y vi馿tas humor韘ticas. En 2000 inicia su labor colabora en la secci髇 de opini髇 del peri骴ico comarcal 慐l tel間rafo? Ha sido galardonada con el primer premio del 慍oncurso de cuentos Ciudad de Marbella?Internacional (2001) y ha resultado finalista en varias convocatorias como el VII Certamen Internacional 慡anto馻... La Mar?de narrativa corta (2002), IV Certamen Internacional de Relato Hiperbreve 慉cum醤?(2003), Certamen Internacional de narrativa corta 慙as quinientas? Colombia (2004), Certamen Internacional de narrativa breve 慏on Manuel Alonso? Moralzarzal, Madrid, entre otras. En 2003, su relato Las l醙rimas del mar es seleccionado en el I Certamen Internacional de relato breve convocado por ?/span>La lectora impaciente?span style="mso-bidi-font-style:italic"> y publicado en la antolog韆 del certamen. Autora de tres novelas, dos intimistas y una de suspense, ha publicado recientemente Epitafio de un asesino (Editorial Titania, Barcelona, 2005), su 鷏tima novela, que se inscribe en la l韓ea m醩 genuina del g閚ero de intriga.

  

  

GIBRALFARO. Revista de Creaci髇 Literaria y Humanidades. A駉 V. N鷐ero 38. Marzo 2006. Director: Jos? Antonio Molero Benavides. ISSN 1696-9294. Copyright ?2006 Antonia de J. Corrales Fern醤dez. Reservados todos los derechos ?2002-2006 EdiJambia & Departamento de Did醕tica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educaci髇. Bulevar Louis Pasteur, s/n. Campus de Teatinos. Universidad de M醠aga. 29071 M醠aga (Espa馻). Cualquier reproducci髇 total o parcial debe contar con la autorizaci髇 expresa del editor o de los autores.

  

  

  

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