l gran coche negro avanzaba por
la noche des閞tica dejando tras s?una nube de
arena que el viento hab韆 depositado sobre la
carretera. Sonando en la radio una vieja canci髇
tradicional que alguna emisora de alg鷑 lejano
pueblo, quiz?aquel cuyas luces parpadeaban a lo
lejos, hab韆 programando, junto a las otras,
quince canciones que sonaba una y otra vez, una y
otra vez.
No recordaba cu醠 hab韆 sido la
鷏tima curva que hab韆 tenido que tomar, pero
recordaba los rojos ojos del coyote al borde del
camino. Y el arbusto que pas?rodando por delante
de 閘, oblig醤dole a frenar. Lo recuerda
perfectamente porque pudo ver el miedo en los ojos
del coyote y porque el arbusto iba en direcci髇
contraria al viento.
Justo en el silencio producido
entre canci髇 y canci髇, Lazlo pis?un bache y
oy?un ruido sordo en el maletero. Pens?que la
caja de herramientas se hab韆 soltado. Pens?que
deber韆 atarla de nuevo. Pens?que quiz?la
rueda de recambi?estaba deshinchada. Esperaba no
pinchar, pero tambi閚 pens?que no pinchar es lo
que se espera siempre que se viaja.
La enorme recta que reptaba por
el desierto continuaba sin poder ver mas all?del
cono blanco de luz. Otro bache. Otro ruido sordo
en el maletero.
En la pr髕ima estaci髇 de
servicio se detendr韆 y ajustar韆 la caja,
aunque parece que las estaciones de servicio no se
hab韆n inventado en aquel maldito desierto.
Quiz?esas dos luces mortecinas del fondo fueran
una gasolinera.
Otro bache, el golpe sordo, una
maldici髇 y la radio pierde la se馻l de la
odiosa emisora que le acompa馻ba, aunque, para
ser exactos, Lazlo descubre en el momento que se
pierde que la emisora era una compa耥a, hasta
ese momento s髄o era un martilleante sonido al
rasgar ese instrumento nacional que nunca sab韆
como se llamaba.
Los ojos alargan el parpadeo
incapaces ya de soportar el peso del sue駉 y del
esfuerzo necesario para mantener la concentraci髇
en la carretera, que a veces se pierde entre la
invasi髇 de arena.
Las luces parecen m醩 pr髕imas,
pero tal vez s髄o sea un efecto del deseo por
encontrar algo de compa耥a o un maldito caf? aguado del que dan unas estaciones de servicio de
aquel maldito pa韘.
Repentinamente, se acuerda del
ruido del maletero y espera que la caja de
herramientas no se abra y desparrame su contenido.
Ser韆 una putada tener que recoger a esas horas
las herramientas.
De improviso, la primera sonrisa
de la noche. Casi le dan ganas de aplaudir cuando
recuerda que la caja de herramientas se la dej?a
su suegro para hacer no sabe qu?en el coche. Le
dijo que le saldr韆 m醩 barato llevarlo a un
taller. Su suegro le pregunt?si no confiaba en
閘. Lazlo le dijo que claro que confiaba en 閘,
al mismo tiempo que pensaba que no confiaba en la
pericia mec醤ica de su suegro. El recuerdo de la
mirada c髆plice de su mujer le hizo recordar por
qu?segu韆 enamorado de ella, y olvida los ojos
del coyote.
Pero entonces, 縟e qu?era ese
ruido? Fuera lo que fuera, podr韆 esperar hasta
la gasolinera. El que no pod韆 esperar era 閘 y,
mucho menos, su vejiga.
De repente, como si las luces,
aprovechando que nadie las miraba, hubieran dado
un brinco, se encontr?con ellas justo delante,
en el lado izquierdo de la calzada, y una raya
continua impidi閚dole girar a la izquierda.
Segunda sonrisa de la noche.
Dej?el coche en el parking,
junto a otros dos y frente a una moto de polic韆.
Un sentimiento de culpabilidad le invadi?al
preguntarse si el polic韆 le habr韆 visto pisar
la raya continua. A medida que la culpa lo
abandonaba, el nerviosismo ocupaba ese mismo
hueco. Era absurdo que le pusieran un multa por
eso, pero tambi閚 era absurdo pensar que el mundo
era redondo, y, para sorpresa de todos, as?era.
Baj?del coche y se encamin? hacia el ba駉. Vio los mensajes escritos en la
puerta y se pregunt?qu?extra駉 placer
encontraba la gente en dejar su huella en la
puerta del bar de una gasolinera perdida en el
mundo. Quiz?precisamente 閟e fuera el placer:
ir a dejar su huella en el bar de una gasolinera
perdida en medio de la m醩 absoluta soledad.
Nada m醩 subirse la bragueta fue
a ver qu?andaba suelto en el maletero, y vio,
recortado sobre la ventana, a uno de los
polic韆s, que le sonre韆 con una taza en la mano
se馻l醤dole la carretera. Una t韒ida sonrisa de
disculpa se dibuj?en la boca de Lazlo, al mismo
tiempo que se dibujaba una de complicidad en la
del polic韆, quien, al parecer, le dio a entender
que el 鷑ico delito era haber pintado esa ralla
continua.
|
|
|

|
|
...y vio,
recortado sobre la ventana, a uno de los
polic韆s, que le sonre韆 con una taza en la mano
se馻l醤dole la carretera. |
|
|
Detr醩 del polic韆 se ve韆n
los colores chillones de alg鷑 programa nocturno
de televisi髇 a tan alto volumen que las voces de
los presentadores sal韆n amortiguadas hasta el
exterior.
Abri?el maletero y, mientras se
percataba de que la m鷖ica de la emisora volv韆
a sonar, descubri?que una manta, que no
recordaba que estuviera all?esa ma馻na, cubr韆
un bulto que s?le recordaba vagamente a un
cuerpo humano. Ese recuerdo vago en un principio
se convirti?en certeza cuando descubri?que una
mano ensangrentada sal韆 por debajo de la manta,
creando un oscuro charco de sangre con los bordes
endurecidos por la sangre reseca.
Se qued?un rato mirando el
bulto sin saber qu?hacer e incapaz de encontrar
algo que hacer. Quiz?debiera decirle al polic韆
que echara un vistazo a lo que acababa de
encontrar, pero pens?que nadie cree a alguien
que acaba de pisar una l韓ea continua en una
carretera en el desierto. Quiz?debiera haber
pensado en cerrar el maletero y seguir haciendo lo
que tuviera pensado hacer, pero, sea lo que fuere
que pensaba hacer, no entraba en sus planes
hacerlo con ese temblor de manos.
Quiz?lo que no debiera haber
pensado, y hecho, fue levantar la manta para ver
qui閚 era el propietario de esos zapatos
italianos de cuero y cubiertos de sangre que
tambi閚 asomaban por el otro extremo de la manta.
Tambi閚 vio, en realidad fue lo que m醩 le
llam?la atenci髇, los dos agujeros que ten韆
en la frente, y pens? como si de un forense se
tratara, que la causa de la muerte hab韆n sido
esos disparos.
Pero lo hizo, y descubri? a
trav閟 de la televisi髇, que acababa de cortar
su programaci髇 habitual para dar la noticia, que
el cad醰er correspond韆 a Ubaldo Cardenal,
conocido narcotraficante y temido por la
brutalidad de sus sicarios.
Si se hubiese fijado en la
ventana, hubiera visto que el polic韆 sonre韆
pensando en que ya hab韆 un hijo de puta menos en
el mundo y dese醤dole suerte en la huida a Lazlo.
El polic韆 tambi閚 se
preguntaba c髆o una mierda de t韔 como 閟e
habr韆 podido secuestrar y matar a un desgraciado
como Ubaldo, pero no quiso saber nada m醩 y
exclam?entre dientes un viva por los cojones del
gordito del coche.
Lazlo se preguntaba c髆o hab韆
llegado aquel cad醰er a su maletero, al mismo
tiempo que dos grandes coches atravesaban el
desierto en busca de otro coche con un
narcotraficante muerto en su maletero.
Otra sonrisa, la 鷏tima de la
noche, vol?sobre la cara de Lazlo antes de
volver a tapar el cad醰er y, al ver los agujeros
de bala, concluir que efectivamente por ellos se
le hab韆 escapado la vida al desgraciado ese,
Ubaldo cre韆 recordar que se llamaba, y que
tambi閚 acabar韆n con la suya.
La mujer de Lazlo se preguntaba
si su marido pasar韆 fr韔 esa noche.
El suegro de Lazlo se daba cuenta
de que hab韆 perdido reflejos y memoria al no
recordar que su yerno se iba de viaje ese d韆 y
se llevar韆 el coche con el cabronazo de Ubaldo
en el maletero. Sacudi?la cabeza y sigui? limpiando la pistola a la que le faltaban dos
balas en el cargador.