uvimos que salir de Madrid porque la situaci髇
econ髆ica era imposible.
Ten韆mos un alquiler demasiado alto y mi marido esperaba
el subsidio para mayores de cincuenta y dos a駉s,
con una tramitaci髇 que ya llevaba seis meses en
la Oficina de Empleo. Dec韆n que saldr韆 muy
pronto. La respuesta se repet韆 al mes siguiente,
supimos luego que faltaba un papel, pero, como no
revisaban el expediente, la situaci髇 se
alargaba.
Cuando mi contrato de trabajo termin? supe que no
ten韆mos otra soluci髇.
Con amigos, hicimos la mudanza. Ollas, platos, ropa, la
perra y los dos gatos viajaron con nosotros hacia
Rascafr韆. Los que nos rodeaban dec韆n que nos 韇amos a buscar un
ambiente menos contaminado.
―Ganar閕s en calidad de vida ―exclamaban.
Esta frase la escuch?dos mil setecientas once
veces...
Cont醔amos s髄o con nuestros deseos de sobrevivir, mi
subsidio de desempleo y el de mi marido, si alg鷑
d韆 llegaba, hasta que encontr醨amos trabajo.
Del piso con calefacci髇 central, armarios empotrados y
agua caliente, nos fuimos a una casita baja, con
una chimenea rota que apenas daba calor, y
sab韆mos que, en los primeros meses, no
tendr韆mos dinero para le馻.
La poca que recog韆mos, tirada por el campo, apenas nos
calentaba. La sopa que sal韆 caliente de la olla,
al pasar del cuchar髇 al plato, se transformaba
en una especie de gazpacho sin tener que buscar
cubitos de hielo.
Era un invierno cruel.
Hab韆 ca韉o nieve y su manto no era demasiado grueso,
pero s?duro a causa de las posteriores heladas.
Nos abrig醔amos bien y sal韆mos a caminar por la
ma馻na recogiendo las ramas tiradas por el
camino, rodeados por la Morcuera y Pe馻lara. Los
arroyuelos vert韆n lentamente su agua al Lozoya y
las cig黣馻s, definitivamente empadronadas en el
valle, pescaban lo que pod韆n en los r韔s.
Esas caminatas subiendo por Las Suertes o acerc醤donos a
las Presillas nos produc韆n una sensaci髇 de
enorme paz interior que nos hac韆n creer que
nuestras angustias materiales pronto se
resolver韆n.
Por las tardes, paseaba con mi radio y mi perra bajando
por los Cascajales, cruzaba el puentecito sobre el
Arti駏elo o me paraba a charlar con Lucrecia,
rodeada de gatos. Era la hora en que el marqu閟,
al verme, hac韆 pitar su cami髇.
Al levantarnos, o韆mos, con el canto de los p醞aros,
las voces de las vecinas que sal韆n a charlar a
las puertas bajo la tibieza de un p醠ido sol.
Nuestra ropa fue ordenada sobre unos tablones separados
con ladrillos, pues no ten韆mos armarios.
Todas las noches, sentada en la cama, ped韆, sin ning鷑
rito, dos cosas a Dios: le馻 y un armario donde
colocar nuestra ropa.
Los tablones me produc韆n una sensaci髇 m醩 terrible
de pobreza que la confecci髇 de la comida,
consistente generalmente de lentejas: lentejas
guisadas, lentejas con fideos, lentejas en
ensalada, crema de lentejas y otra serie de platos
parecidos.
Y todo eso gracias a que nuestra querida vecina Inma, al
despedirse, nos hab韆 regalado una bolsa con
siete kilos de lentejas de su pueblo.
Volver?a hablar en otro momento de las lentejas, pero
ahora subrayo esa sensaci髇 de desaz髇 casi
torpe de movimientos, ese lagrimeo lento, esa
impresi髇 pordiosera que sent韆 ante los
tablones forrados de papel pero tablones al fin.
Una ma馻na, toc?nuestro timbre el amigo Paco. Tra韆
una estufa redonda de le馻 y nos pidi?que lo
acompa襻ramos a la furgoneta.
Descargamos un tubo de metal, una gran cantidad de le馻,
tres jaulas con gallinas negras y una bolsa de 25
kilos de pienso.
Nacidos ambos en una ciudad, nos enfrent醔amos a la
delicada tarea de cuidar unos animales que, en mi
caso, hab韆n sido tratados siempre 揷orpore
insepulto? para transformarlos en comidas
apetitosas.
Nuestra vida cobr?una nueva dimensi髇 con esa
necesidad perentoria diaria de abrirles, darles de
comer y limpiar sus jaulas transformadas en un
gallinero.
Nuestra formaci髇 intelectual no cubr韆 los
conocimientos av韈olas.
an preparados nos hab韆mos sentido para la vida y
ahora no sab韆mos nada de nada!
Solicitamos varios libros en la biblioteca de Rascafr韆
y visitamos al hermano Javier en el Monasterio de
El Paular. Sab韆mos que con su maestr韆 nos
preparar韆 en la dificultosa tarea de empresarios
av韈olas y no faltaban las mil preguntas a
nuestro amigo Juanito, el del bar, que nos
regalaba inmensas bolsas de pan duro.
Ahora com韆mos huevos con lentejas calientes, cerca de
la estufa. Los huevos restantes los vend韆mos a
los turistas que pasaban. Pronto comprend?que el
futuro de mi armario estaba en las gallinas.
El fr韔 se fue. La primavera y el verano nos encontr? con nuestras gallinas negras, un gallo muy 醙il
debido a las maratones que le obligaba a realizar
nuestra perra y el subsidio de mayores de
cincuenta y dos, que todav韆 no llegaba. Tampoco
aparecieron otras alternativas de trabajo.
Los paseos fueron m醩 largos. Sub韆mos por el camino
hacia la carretera de la Morcuera y nos
acerc醔amos hasta el puesto de vigilancia de El
Espartal, donde un lugare駉 portando una emisora
nos saludaba alegremente.
All?fue, recordando la sonrisa cari駉sa de Lucrecia y
la solidaridad de algunos de los vecinos, cuando,
entre las lagartijas, los buitres y las cabras,
entre el perfume del romero y las rosas caninas,
entre las fresas silvestres y las moras, mi
armario qued?relegado a unos tablones de madera
forrados de papel y entend?que s髄o deb韆
pedirle a Dios que no me alejara de este para韘o.
El tiempo pas? lleg?el subsidio y luego la
jubilaci髇, y un d韆 no tuvimos m醩 remedio que
dejar el valle, pero mi marido me pidi?que, si
mor韆, quer韆 que sus cenizas se esparcieran por
el r韔 Lozoya.
Una ma馻na abr?la urna y, sobre el puente de madera de
la Isla, fui depositando lentamente sus cenizas
sobre el r韔 que 閘 hab韆 amado tanto.