algo pitando hacia la parada del metro. La tengo a veinte
minutos de casa, así que, por la hora que es,
debo apretar el paso. Mi jefe desea con fervor
atrapar a alguno de sus subordinados en un apuro
de éstos para caer sobre él o ella como una bola
de derribo. El otro día vi por la tele cómo
echaban abajo una casa antiquísima golpeando la
fachada a la vieja usanza, con el bolón macizo
machacando la ruinosa pared. A la ruina moral
quiere llevar mi jefe a todo aquel que le dé un
motivo, aunque sea aparente, de desacato o
inobservancia del procedimiento. Todo atisbo de
iniciativa o creatividad queda mutilado al
instante, sin conceder una burbuja de oxígeno al
desgraciado aspirante a nada. Porque nadie puede
pretender auparse en el escalafón corporativo.
Eso queda reservado para los tocados por la
divinidad.
Hoy es una de esas mañanas en que mi mente se manifiesta
filosófica (o cree que lo hace) y me siento
impulsado por una inquietud picante. He decidido
saltar la norma desde el primer al último
párrafo y plantar cara a la penosa realidad: Me
enfrentaré a Ismael, mi jefe, pero nada de
escenas subidas de tono. Me acercaré a él y le
diré: “Querido, ya está bien de reprimir tu
homosexualidad; siempre he sabido que mi persona
provocaba furor en tus carnes”. A continuación
le daré un beso de tornillo que le dejará sin
respiración durante medio minuto. El paso
siguiente será agarrarle de sus partes pudendas y
hacerle creer que voy a estrujar su bultito, como
hace él cada vez que amaga mediante una amenaza,
para terminar riéndose de tu cara de susto:
―¿Sabes
que el informe que me has pasado es una auténtica
basura? ―me ha dicho en ocasiones. A las pocas horas lo ha
olvidado y da su visto bueno como si la fina
observación hubiese tenido como finalidad
solamente recrearse en mi miedo. Cuando sea yo el
que le esté tocando las pelotas, más bien creo
que le daré unas palmaditas en la entrepierna,
como si estuviera reconociéndole un trabajo bien
hecho. Me conformaría con que la sangre le
comenzara a bullir a alta presión en su cabeza
cuadrada ya de por sí congestionada por el
Riberita del Duero, cosecha del noventa y cuatro,
o el Rioja Alta, acompañados de ciervo en salsa
de arándanos, su debilidad. Le veo acercarse con
su lengua presta a expulsar un veneno ácido y
cáustico a la vez, como corresponde a su
naturaleza bipolar. Pero, ¡qué veo...!, me he
despistado de nuevo con mis fantasías. Esta
imaginación... ¡Uf!, ya está. He podido
encajarme en el vagón de cola.
Que el metro a las ocho de la mañana resulta algo
claustrofóbico no es más que un burdo comentario
de alguien que no tiene dificultad en permanecer
en un espacio cerrado, pero si pudiéramos ver el
interior de los viajeros que nos rodean en un
momento dado, contemplaríamos a alguno sintiendo
una auténtica agonía. Como tendría ocasión de
comprobar en pocos minutos. Esa mañana, el
destino me tenía reservado algo especial.
El metro arrancó y dejó atrás la estación de
Pacífico. Volví a verme ante Ismael. Mi
despreciado jefe había tenido el honor de ser
bautizado con el nombre de quien el propio Mahoma,
al colocarlo a la cabeza de su genealogía, había
considerado padre del pueblo árabe.
El elemento que yo conozco no podría ser padre de nada.
Su concepto de la vida y de los que le rodean se
basa en principios difusos que él desea
transformar en confusos, para coger desprevenido a
todo aquel que pretenda conocerle.
Vaya, otra estación. Estamos ya en Diego de León, no me
lo puedo creer. Es que divago de una forma...
¿Qué es esto? Un pedigüeño con su acordeón.
¡Hala, a aguantar la perorata! Y yo que pensaba
que ya no se veía gente así por el metro. Aunque
hace la tira que no subo a este cacharro, ¿cómo
voy a saber lo que pasa? El caso es que no tiene
pinta de ser el típico corre andenes... Mira,
hasta suena armonioso. Sí, toca bien. Pues vaya
suerte que ha tenido el pobre hombre. Igual, en su
día, fue miembro de una afamada orquesta o
trabajaba como ejecutivo en alguna multinacional.
Quizá diseñaba campañas políticas para algún
conocido mandamás. Quién sabe.
La vida nos hace jirones, y el que no es capaz de
recomponerse queda expuesto al vacío, a la
negrura más absoluta. No conozco a nadie que, en
tiempos de crisis, se haya arriesgado a facilitar
las cosas al prójimo. ¡Hay que ver cómo lucha
la gente por defender su terruño! Unos suben y
suben y allá arriba quedan, contemplando ufanos
al infeliz que debe someterse a las normas, pagar
el precio de su mediocridad, el diezmo de su
condición débil.
Los más fuertes sobreviven, sí, pero hay que saber
sobrevivir en todas las situaciones. Basta que se
vivan circunstancias extremas para que, en
ocasiones, se incline la balanza. Quiero decir que
cuando vienen mal dadas, el que está acostumbrado
a sufrir consigue recomponerse y salir a flote,
mientras que el depredador nato que flota entre
bambalinas puede acabar hundiéndose. Quien
acapara el éxito en un terreno, sólo ahí es
capaz de sacar ventaja y atacar.
Es lo que Ismael ejecuta a la perfección.
El ataque con mordida al cuello. Muerde y remuerde
hasta notar que la yugular sangra y desparrama su
espeso borboteo por todas partes.
Sí, el que lleva el nombre del séptimo imán de los
ismaelitas es capaz de desgarrar a su
contrincante, aunque éste nunca pretenda
constituir un rival. “Oye, Ismael, si yo sólo
te preguntaba la hora... ¿Por qué me has
fulminado como una pavesa?”
Hoy me encontraba con ganas, le tenía ganas, vaya. Me
veía capaz de irritarle adrede sólo para
disfrutar con la detonación de su carga
explosiva.
¡Ah, Ismael, qué bonitos ojos tienes, cómo me conforta
tu papada temblorosa, tu sudor grasiento
deslizándose por los mofletes de ese rostro
lobuno de mirada audaz! Porque, Ismael, has de
reconocer que, si algo hay que resaltar de tu
innoble persona, es tu osadía sin límite, de
horizonte tan amplio como la cancha que tu
superior jerárquico te permite, es decir, un
vasto terreno. Ahí es donde te ves seguro. En ese
vasto terreno, Ismael. Quisiera estar a tu lado
ahora mismo, en lugar de soportar el traqueteo de
este vagón de metro, y así poder decirte: “¿Es
tu mirada felina lo que me subyuga ahora que te
tengo tan cerca? ¿O quizá mi furor por tu
repelente imagen se deba a un desequilibrio en mi
interior? Por el momento, creo que dispongo de
suficiente glucosa en el cerebro para asegurarte
que no sufro ningún shock”.
¡Ah, si pudiera...! Qué ganas tengo de llegar a su
despacho... Si pudiera tenerle delante le
arrojaría dardos como: “Ante todo quiero
manifestarte algo, Ismael, y ese algo es... mi
más profundo pésame”, o “Te anuncio que para
mí terminaste como opresor y acongojador de
oficio, tío”.
Pero la realidad me devuelve a los empujones en este
vagón repleto de personas sencillas. Vienen de la
calle, luego son sencillos. Es lo que decimos,
¿no? Es uno cualquiera, uno de la calle... Ya
está, la etiqueta lo explica. Y son sencillos
porque los que viajan en jet privado o
público no son los más corrientes. Bien es
cierto que con esta crisis económica o eco
lo que sea, venimos arrastrando desde hace años
una carga que hasta a los tocados por la divinidad
les resulta difícil acarrear. Tienen otras
espaldas sobre las que apoyarla, claro, pero
también les fastidia no poder seguir comiendo a
diario en los templos del jalar más selectos del
país o resignarse a viajar en clase turista; no
digo nada de renunciar al cochazo de lujo de la
empresa y conformarse con un coche de empresa a
secas.
A todo esto, andamos ya por O´Donell. Bien, voy a llegar
a mi hora y... ¡no, no caigas! No desees el
camino fácil, qué caramba; se trataba de
plantarle cara a ese vómito de hombre que me
antecede en el escalafón. Bueno, sé que no debo
verlo como una obsesión. Reconozco que me dejo
llevar y no pienso en otra cosa que en devolverle
los cinco años de malos tragos que me ha deparado
mi vida laboral a su lado. Casi nada. Pienso
confesarle que tantos momentos de tensiones y
fracasos, tanta alarma sin motivo, esos engaños
recurrentes a que me ha sometido para mantenerse
al margen o llevarse laureles, nada de eso
quedará en mi memoria a partir del momento en que
cumpla mi promesa.
He notado que vamos bastante despacio por este tramo. Es
que, desde luego, estos del metro no pueden
cumplir con... ¿Qué hace el del acordeón?
¿Acaso no existe otra canción en su repertorio?
Ya está bien de repetir el mismo soniquete: “Si
tú me dises ven, lo dejo todo...” Pues si me
lío la manta a la cabeza, te dejo en la próxima
estación, macho. Prefiero ir andando que aguantar
la serenata. Total, para una estación que
queda... No, nada de eso. Perdería tiempo para...
Y dale. Es que no consigo hacerme a la idea. No debo ir
como siempre, acogotado y sumiso porque voy a
llegar tarde. Que le den por saco al sodomita
ese... Me va a salir el nuevo trabajo de
entrenador de baloncesto. Eso sí que va a ser
vida. Hombre, esa chica del fondo del vagón me
recuerda a la capitana del equipo. Tengo suerte de
haber encontrado ese Colegio Mayor que necesitaba
desesperado un entrenador para sus chicas. Es
curioso que en este mundillo no se encuentren
apenas entrenadoras. Por lo que a mi respecta, ha
sido la oportunidad que estaba buscando. Suena
convencional, pero es la verdad. He andado
buscando esa oportunidad desde hace un año más o
menos, cuando el innombrable jefe que tengo me
jugó la peor pasada de la historia. Pues sí, ese
que bautizaron unos padres amorosos con el mismo
nombre del noveno rey nazarí de Granada, intentó
cargarme un muerto. El marrón era de órdago.
Producto fuera de especificaciones. Y mi firma era
la única que iba a figurar en el documento
oficial. Así que dije que no, que mis principios
éticos me impedían hacer eso.
―¿Te
das cuenta del error que estás cometiendo? ―silbó
entre dientes mi superior jerárquico.
―No,
señor. No hay error en negarse a cometer un error
―repuse.
Me miró con insanas intenciones, puedo jurarlo. Pero
decidí no apearme del burro. “Así te duela
como a la zorra los perdigones, charrán”,
pensaba yo mientras lo tenía a él delante, sin
despegar de mí esa mirada de verdugo que está
maquinando alguna tortura de interés para su
mente torturada.
―Has
de saber ―intentaba advertirme titubeando― que tu bravuconería no va a pasar de ésta. Si es tu
última palabra, puedes estar seguro de que daré
parte.
¡Oh, vaya! Dará parte... ¡Qué expresión tan poco
usada! “Eres un original pedazo de mierdecita
anfibia, informe montón de grasa”, era lo que
me pasaba por la mente en la siguiente entrega de
la colección de fotogramas que había atesorado
en mi cerebro.
Cundo me encuentre frente a frente con el tipo, no voy a
saber por dónde empezar. Creo que lo mejor será
ir al grano y resultar lo más desagradable
posible. Y lo mejor vendrá cuando haya conseguido
convocar a todo el departamento. Será un momento
épico que no olvidarán los demás acogotados
que, como me ha sucedido a mí hasta esta crucial
mañana en que he decidido pasar a la acción, han
sufrido al insigne Ismael.
Bueno, y ahora ¿qué? Este tren se ha detenido
completamente. Aquí pasa algo. Nos faltan aún
unos centenares de metros para llegar a Nuevos
Ministerios. Será que hay otro tren retrasado al
que hay que dar paso.
Es curioso comprobar que cuando fijas un poco tu
atención en la gente que te rodea en un vagón de
metro, puedes imaginar todo tipo de historias. No
sabes con certeza si serán gente corriente como
aparentan, como parecemos la mayoría de los que
utilizamos este medio, o si ocultan algo. ¿Qué
podría ocultar este señor de la boina sentado a
mi derecha? Podría ser un obseso, un enterrador;
un adicto a la lectura, a las películas de
terror, a los cuentos infantiles; un sacerdote de
paisano o un sencillo padre de familia. Claro que
el sencillo padre puede esconder una relación
extramatrimonial o una perversión inconfensable.
¿Y si fuera un ladrón de guante blanco o negro?
¿Y un espía? Bueno, esa palabra ya no se lleva.
Pero hay agentes al servicio de la
inteligencia de los gobiernos con el
aspecto de un hombre de la calle.
Qué fácil es caer en el tópico: hombre corriente, de
la calle. Y es que lo mejor es pasar
desapercibido. Es estupendo que te tomen por lo
que creen que eres, porque lo más probable es que
nadie se haga cábalas acerca de ti. Pero en
cuanto despiertes la menor sospecha, te echarán
el ojo, pasarás a ser la diana del vejatorio club
de vilipendiadores. Aquello que se imaginan que
eres puede alcanzar límites insospechados. Y más
si te rodean carnívoros de la peor especie, como
ocurre en la empresa donde trabajo. Esperan
sentados cómodamente a que des un traspié o te
despeñes por un escarpado desnivel.
Nadie dará su apoyo a alguien que está cayendo, como a
nadie que carezca de padrino interno. La figura
del padrino interno cobró auge en la segunda
mitad de la última década, en un momento en que
la multinacional llegó a atender un considerable
número de demandas de empleo. Éstas llegaban de
todas partes: de empleados de filiales europeas
sobre todo, espantados ante la debacle de despidos
masivos de los últimos tiempos.
Algunas corporaciones han decidido dejar en la calle a
mucha gente. “Vamos, qué falta de delicadeza”,
suele decir mi jefe con absoluto cinismo. Para
Ismael, supone una coyuntura extraordinaria para
repartir inseguridad y... miedo. Nada más fácil
para su dudosa integridad que mantener insegura el
alma del subordinado, que, como candidato a sufrir
las consecuencias de una regularización, podría
estar dispuesto a firmar un contrato de
compra-venta con el diablo. Algunos piensan que
Ismael y los de más arriba realizan verdaderos
pactos con el Maligno. ¿Habrá vendido Ismael su
propia alma en pena? Siempre pensé que eso de
vender el alma estaba reservado a historias de
moda en otra época. Viejos relatos de gran tirada
en su día.
No es posible, llevamos un buen rato parados y no hay
rastro de otro tren ni han usado el altavoz para
informar de lo que pasa. Sea cual sea el motivo de
esta inmovilidad, resulta cabreante. El día que
decido plantar cara a Ismael me veo embutido en
esta caja de sardinas. Menos mal que hay aire
acondicionado. Si no, iríamos camino de la
deshidratación.
Aquella pareja de allá al fondo... Han dejado de besarse
por primera vez desde que me metí en el vagón.
El de la boina les mira descaradamente. No sé si
por lo que dije sobre los obsesos, pero me da la
sensación de que les mira envidiando al chico. O
quizá sea a la chica. Imposible distinguir.
¿Qué pasa? ¡Todo está a oscuras! No veo absolutamente
nada. ¡Eh, conductor! No sé por qué chillo, el
maquinista o como se llame está justo en la otra
punta del tren. No puedo creer lo que está
pasando. Alguien a mi lado me empuja: “Eh, oiga,
no atropelle...”
―¡Qué
gentuza! No pueden dejarnos aquí en medio ―voceó
otro al fondo―. ¿Es que no van a hacer nada?
Veo una luz tenue a lo lejos. Es una de esas de
emergencia, pegada a la pared del túnel. Ni un
sonido. Estamos en la penumbra y no se oye más
que el roce de nuestras ropas. La respiración...
En el vagón siguiente hay sombras que se mueven
de un lado a otro. La mayoría permanece de pie.
En este vagón debemos ser muy formales. Alguno
golpea de forma ocasional la ventana, pero no dice
nada.
―Oiga,
señor, ¿usted ve algo? ―me pregunta una voz que surge a
mi derecha.
―Nada
en absoluto. Los del vagón siguiente deben
guiarse por alguna luz de penumbra, porque van de
un lado a otro. Si se pega a la puerta que nos
separa de ellos, lo verá, pero no le aconsejo
moverse. Yo lo hice hace un momento y me he
golpeado con una barra. Todavía me duele.
―¡Que
nos saque alguien de aquí! ―ruge una voz grave rasgando la
negrura. Por algún motivo desconocido, algunos
viajeros creen que deben intervenir también: “Es
que no hay derecho”. “Estos inútiles del
metro no se han enterado de que estamos aquí”.
“No funciona el aire acondicionado. Nos vamos a
asar”.
―¿Y
si a alguno de nosotros le da un ataque? ―protestó
ofuscada una señora―. No pueden mantener el tren
aquí más tiempo. Me voy fuera. ―La mujer intenta apearse del
vagón, pero parece que la puerta no se abre.
―Están
selladas ―dice la voz que está a mi lado.
Creo que es el de la boina. Estoy a punto de
preguntárselo: “¿Es usted el obseso de la
boina?” La situación me está poniendo nervioso
y no sé qué debería hacer. Busco en mi mente
las normas aprendidas en tantos cursos para
ejecutivos: “Respira hondo y retén el aire tres
segundos. Después lo sueltas lentamente”.
Inútil. Me pongo más nervioso. Es como las técnicas de
negociación que intentan embutirte en el cerebro
en esos cursos. En la práctica, tienen poca
aplicación: “Que si has de esperar a que el
otro diga la última palabra, que no muestres
todos tus ases... Reserva la mejor baza para el
final”, y cosas así.
Algunos encienden sus mecheros para intentar romper el
velo opaco que nos rodea. Son sólo tres y no es
suficiente. Lamento profundamente que cada vez
sean menos los que fuman.
Una voz de mujer joven con acento alemán se oye
nítidamente en la negrura:
―Yo
me iba hoy a la Alemania, pero no sé si puedo.
Esto que pasa no sé qué es.
Alguien próximo a ella intenta seguir una conversación:
―¿Y
llevas mucho tiempo en España?
―Tres
años. Es bastante, sí. Soy estudiante y me voy a
mi casa en el verano. ¿Y usted dónde vive?
―Eh...
yo vivo en Madrid. Me cojo vacaciones ahora y
marcho al pueblo.
En ese instante, un aviso suena a través de los
altavoces:
―Señores
viajeros, vamos a efectuar un cambio de máquina.
Rogamos que permanezcan en sus asientos.
Parece que la noticia cae bien entre los presentes.
Además, podemos ver un poco mejor con la luz
carmesí del anuncio electrónico que,
inesperadamente, surge ante nosotros desde su
hasta entonces apagada ubicación en el lateral
del vagón. No se restablece la iluminación
normal, pero algo es algo. La parejita que se
besaba con pasión momentos antes del apagón se
ríe ruidosamente. El chico susurra cosas que
resultan la mar de graciosas a los oídos de ella.
Estoy apunto de rogarle que me lo cuente a mí.
Siento una necesidad de saberlo que ralla en lo
inquietante. No acierto a saber qué influye
exactamente en mis pensamientos; no consigo ver
con claridad, ni dentro ni fuera de mí. Esto
último, por razones obvias: no hay rastro de un
foco de luz que nos aclare de una vez esta noche
cerrada que lo envuelve todo.
Vaya, ahora se mueve el vagón de enfrente... bueno, lo
cierto es que no hay otro. Éste es el vagón de
cola. Entonces, ¿qué significa que estén
separando al resto y nosotros estemos aquí
aislados?
―¡Era
lo que nos faltaba! ―protesta una voz aguda, que no
sé distinguir si es de hembra o de varón.
―Esto
es la leche, ¡se han olvidado de este vagón! ―añadió
el hombre que hablaba con la mujer alemana.
―Pero,
¿es que no van a sacarnos de aquí? ―gritó
el chico besucón, que parecía haber perdido
enseguida su vis cómica―. Yo me largo ahora mismo... ―el
intento fracasa al igual que el de la señora de
antes.
―La
puerta está bloqueada, ya lo advertí ―insistió
el de la boina.
―Pues
la destrozaré ―acto seguido, el joven arremetió
contra la puerta a golpe de hombro, como en las
películas.
―Pedro,
que te vas a hacer daño ―le avisó la novia―. ¡Quédate conmigo! ―chilló.
Se levantan varios de los ocupantes de esta especie de
ataúd colectivo, pretendiendo quizá resolver
algo mediante la agitación caótica de sus brazos
y el giro de sus cabezas a uno y otro lado. Parece
como un hormiguero humano que hubiera sido pisado
por un pie gigantesco. Lo que sucede es que la
gente tiene aplastada la moral.
Ningún aviso más en los altavoces. El letrero
electrónico continúa sin cesar su interminable
tira de palabras, vacías de contenido útil: “Temperatura,
34ºC, hora 13:42. Próxima estación Nuevos
Ministerios”.
―¡Que
alguien nos saque de aquí! ―aúlla una voz desesperada.
La temperatura
va aumentando al igual que la desesperación de
todos nosotros. El resto del tren se ha alejado
completamente del vagón de cola, esta tumba de
metal donde nos encontramos. Antes me dio tiempo a
contar los que somos: cuarenta y ocho. Casi medio
centenar de desgraciados abandonados en una vía
de metro. Qué ridículo. ¿Cómo no vamos a ser
capaces de romper una ventana? Ahora mismo voy
y... alguien se me ha adelantado y está golpeando
un cristal con su maletín.
―¡Vaya
mierda! Ni se ha arañado. ¿Alguien tiene un
martillo?
Otro le contesta con sorna:
―No,
si te parece saco un destornillador del juego de
herramientas del bolsillo y quito la ventana
entera, memo.
―Oye,
a mí no me insultes, cara de huevo.
―¿Qué
me has llamado? Eso lo será alguno de tus
muertos, capullo.
Ambos ciudadanos se enzarzan en un intercambio de
improperios, que pronto da paso a la acción.
Debido a una bofetada del contrario, uno de ellos
pierde pie y cae sobre otros que están detrás.
La que se arma en pocos segundos es monumental.
Gritos, palabras malsonantes, empujones, golpes...
Parece que no quede nadie en este vagón-prisión
con suficiente aplomo para estudiar una salida.
Pero... claro, eso es, tengo que quitar los
tornillos. Uno de esos exaltados lo dijo: “Los
tornillos de la ventana. Tengo un cortaúñas
que...” ¡Cuidado!, casi me estrujan contra la
pared estos energúmenos. Los chillidos de las
mujeres resuenan con una frecuencia agudísima. La
cosa empeora a cada momento.
El cortaúñas, tengo que sacar como sea el marco de la
ventana. Vamos, eso es, así. A medida que
progreso en mi esfuerzo de escapar a esta locura,
imágenes de todo tipo van pasando por mi cabeza:
luchas encarnizadas entre fieras. Sí, los que se
golpean a mi alrededor me recuerdan a eso, son
peores que eso: una manada de hienas devorándose
los unos a los otros.
No sé cuánto tiempo llevo quitando tornillos y... ya
está, ¡lo conseguí!
Nadie se ha dado cuenta. Claro, se han arremolinado casi
todos en el otro extremo y, con el tumulto que
están armando, es imposible que se enteren de lo
que estoy haciendo. Bueno, espero que quepa por el
hueco de la ventana. Un poco más y... ¡fuera!
¡Estoy fuera del ataúd! ¡Qué horror! Los de
ahí dentro se están machacando. Debo encontrar
ayuda. Ni me atrevo a avisarles. No me oirían
siquiera. Allá se las compongan. Tal como están
los ánimos, es mejor dejar que se den cuenta por
sí mismos de que hay una salida. ¿O estarán tan
cegados por su odio que no la verán? Avisaré al
jefe de estación en cuanto llegue al andén.
Gracias a Dios, me he librado de ese encierro.
Prefiero mil veces enfrentarme a mi jefe. Sí, ese
elemento que lleva el mismo nombre que dos Sha de
Persia y un sultán alawita de Marruecos. Cuando
esté frente a él, le diré: “Ismael, he
decidido que... Bueno, creo que debo decirte...
Vaya, resulta... Pues que... Lo he olvidado”.
No quiero dejar que el odio me ciegue, no señor.
Prefiero pasar por conformista que dejarme llevar
por una actitud intolerante. Como esos del vagón.
Con su ceguera, no se han dado cuenta aún de que
hay una esperanza. Y es que muchos permanecen
ciegos, aunque los rayos del sol les inunden de
luz.