esde
el mediodía, en la radio y la TV sólo se hablaba
de la característica especial que adquiriría el
clima debido a la confluencia de una elevadísima
humedad ambiente en contraste con un frente de
aire helado proveniente del Sureste, que
preanunciaba la más espesa bruma de la que se
tuviera registro. Tan agudo se presumía el
fenómeno climático que, desde las catorce horas,
los partes de la Defensa Civil aconsejaban a las
empresas dar asueto a sus empleados para que
pudieran retornar a sus casas antes del anochecer.
El cataclismo que se predecía iba a ser de tal
magnitud que varios medios internacionales habían
dispuesto reorientar sus satélites hacia esta
zona del Río de La Plata, dando instrucciones
precisas a sus corresponsales aquí. Con el sol de
las 16 a medio caer, y como consecuencia de una
precoz niebla que ya se abatía sobre las zonas
rurales dificultando la visión a escasos diez
metros, las autoridades provinciales habían
decidido cerrar al tránsito las rutas de la
periferia, y miles de personas, en sus
automóviles, eran desviadas por un circuito
urbano que los devolvía nuevamente al centro de
la ciudad. La terminal de ómnibus de larga y
media distancia se encontraba inoperante por
disposición municipal y la estación de trenes se
abarrotaba de pasajeros ansiosos por retornar
a sus hogares. Se esperaba que, por la noche, la
temperatura descendiera varios grados por debajo
de cero, tal que, algunos, impedidos de abandonar
la ciudad, se apresuraban para procurarse
un alojamiento. En su ambición, los que se
movilizaban en autos cometían las más salvajes
transgresiones y esto producía cerrados
embotellamientos y grescas descomunales. Los más
beneficiados resultaban ser los peatones, que, sin
la carga de un inútil automóvil o no dependiendo
del recorrido de un micro de línea, se
anticipaban en las conserjerías para ocupar un
lugar. Para las 19, la capacidad hotelera se
había colmado y miles de personas que trabajaban
en la ciudad pero vivían en pueblos aledaños, ya
sea que estuviesen en auto o a pie, buscaban un
lugar donde transcurrir la noche. Los
automovilistas que permanecían presos en los
taponamientos simplemente se resignaban a quedarse
donde se encontraban o cerraban sus autos para
marchase caminando. Los vehículos que aún
podían circular, previendo que, para mantenerse
calientes, deberían
conservar funcionando el motor, se apiñaban
en las estaciones de servicio para llenar los
tanques y proveerse a la vez de alimentos y
bebidas. Los termos se habían agotado en la
mayoría de las tiendas, al igual que las mantas y
las prendas de abrigo. El municipio emitía
comunicados cada quince minutos, que eran
transmitidos por las radios locales, y cientos de
agentes municipales y voluntarios de la defensa
civil recorrían las calles dando instrucciones y
orientando a quienes permanecerían a la
intemperie. Oportunamente ―les decían― se avisaría de la
habilitación de las avenidas y rutas para
abandonar la ciudad. Otra consecuencia del
cataclismo era la congestión de las líneas
telefónicas. Cientos se apretaban dentro de los
locutorios para avisar a sus familiares, y era una
constante ver pasar a personas hablando desde
sus teléfonos celulares con una expresión
autista en los rostros. A las 20, una espesa bruma
se había apoderado de la urbe. Una blanca
cortina se mantenía suspendida cerca del
suelo impidiendo la visión a cinco metros y
dificultando el tránsito, incluso de los
peatones. Respirar el espeso aire saturado de agua
producía en los más paranoicos síntomas de
asfixia. Casi todos deambulaban con su cara tapada
de la nariz hacia abajo exhalando entre los
tejidos o la tela que les cubría el rostro
gruesas nubes de vapor. La condensación de agua
contra la mampostería de las casas y edificios
producía riachos que cruzaban raudos las veredas
y se vertían como cataratas por los cordones
hacia las calles transformando las cunetas en
arroyos destinados a sucumbir en alguna
alcantarilla. A esa hora, los comercios, por
razones de seguridad, comenzaban a cerrar sus
puertas, al igual que los cafés y restaurantes,
de modo que, los menos precavidos, habían
quedado abandonados a las inclemencias de la
temperatura o dependiendo de que algún agente
municipal o voluntario de la defensa civil los
condujera a un improvisado albergue o les
proveyera una manta. Para las 21, el
alumbrado público era inútil. La blanca
oscuridad lo envolvía todo. Los cuerpos perecían
desaparecer de la cintura hacia abajo generando en
las personas una sensación de ingravidez. Los que
todavía se encontraban en las calles deambulaban
con sus brazos extendidos hacia delante carentes
de visión. Era frecuente el pedido de disculpas
por los tocamientos involuntarios, y las voces y
risas nerviosas, impacientes e impersonales,
parecían llegar desde el limbo u otra
dimensión.
En la avenida 7, entre la legislatura y la plaza
San Martín, se encontraba la aglomeración más
importante de auto(in)móviles. Aquellos que
podían mantener sus motores en marcha se
procuraban calor; los que no, eran sepultados por
la bruma dentro de sus habitáculos ―aún con las
ventanillas completamente cerradas― haciendo desaparecer las
curvas, las rectas, los vértices y los planos...
sumergidos en una ceguera absoluta. La espesura,
como un muro, afectaba de forma tal los sentidos
que la opresión se percibía en el pecho y en la
boca del estómago. La gente tomaba cortas
bocanadas de aire debido a que la intensa humedad
les provocaba accesos de tos al condensárseles el
agua en las vías respiratorias. Algunos ruidos y
el poder palparse a sí mismos configuraban el
único cable que los conectaba con la realidad.
Hasta las 23, y en los automóviles en los que
había más de un ocupante, se oían voces y
bromas, que se percibían como de la lontananza,
aunque muy cercanas. Pasadas las 23, los sonidos
se habían ido acallando para ser esporádicos y
por debajo de los que emitían las radios de
quienes no temían agotar las cargas de sus
baterías. Sin una coordinación preestablecida,
casi todos tenían sintonizada la misma estación,
que pasaba partes informativos y comunicados cada
tres o cuatro temas musicales. A eso de las 23.30,
la nota la dio una mujer ―de indeterminada edad― que, a los gritos y presumiblemente asomada a su ventanilla,
había obligado a un grupo de jóvenes a bajar el
volumen de un CD. Posteriormente, los jóvenes
entusiastas y muertos de risa le habían estado
tomando el pelo a la pobre mujer ―supuestamente sola en
su vehículo― propinándole aullidos fantasmagóricos. Otros comenzaron a
imitarlos y pronto, como por arte de magia, se
había logrado una comunicación, y las voces
comenzaron a emerger de los vehículos y de las
personas que se encontraban en la plaza y bajo el
pórtico de acceso a la legislatura, recobrándose
nuevamente un bullicio intenso. Para 0.30,
comenzaron a percibirse movimientos fuera de los
vehículos, dado que las conversaciones no se
ahogaban en sus interiores. Podía percibirse que
la gente salía de ellos y, aun sin verse, se
reunía en el presentimiento. Incluso cerca de las
escalinatas de acceso al palacio legislativo,
alguien había subido el volumen de una radio y
podía intuirse que algunos jóvenes, atraídos
por el extravagante meteoro que se esparcía por
las calles, se convocaba para bailar y departir al
aire libre a siete grados bajo cero. Al poco
rato, no falto una fogata que dibujó algunas
siluetas, que prontamente se fueron esfumando como
devoradas por la bruma cuando la llama se
extinguió por falta de combustible. La situación
era exótica y extraña a la vez; las fisonomías
se intuían por las ondas que generaban las voces,
y uno podía determinar el sexo del que hablaba y
hasta estimar su edad. Luego, a tenor de la
conversación, se establecían algunos parámetros
de personalidad y educación. Este grupo de la
escalinata se volvía cada vez más homogéneo,
dado que algunas voces se repetían tornándose
familiares. El paso siguiente a ese rudimentario
conocimiento del otro lo dio un extrovertido que,
por las vibraciones de su voz, no tendría más
que veinticinco años. Conversando con una chica
de su edad o, a lo sumo, un poco más,
extendió su mano y le tocó el rostro. La chica,
sorprendida en un principio, le preguntó que qué
estaba haciendo, a lo que él, sin vueltas,
respondió: viéndote. Entonces la chica
estiró su mano y la puso sobre el rostro de él y
ambos comenzaron a palparse los rasgos a menos de
cincuenta centímetros, carentes por completo de
sus sentidos oculares. Uno y otro
recorrían, con la suavidad del pudor,
frente, ojos, pómulos, nariz, labios, mentón...
para volver a subir y volver a bajar como
recorriendo senderos que se diversificaban dentro
de un plano de infinitos puntos y relieves. A
medida que esos caminos se fueron haciendo más y
más conocidos, diminutos pasos fueron acercando
sus cuerpos fundidos en la bruma y las manos se
aventuraron por las orejas, la nuca y el cuello
devolviendo imágenes precisas de aspectos y
dimensiones. En el entorno se podía presentir que
otros ―incluso más adelantados― acompañaban ese
conocimiento con jadeos, conjugando aromas y
texturas... Todo en completo silencio de
voces, como casi flotando en el limbo de sus
instintos. La percepción era un tenue cosquilleo
que recorría los cuerpos como un nutriente
espontáneo que florecía los sentidos. Lo mágico
era la fusión de ondas ―de diversas intensidades―
interactuando en una danza perfecta y armónica.
Junto con los instintos primitivos de la
atracción, la curiosidad. Con todo eso, la
mística de una bruma impenetrable componiendo un
irresistible impulso de continuidad sin límites.
Como si esos impulsos pudieran transmitirse e
interconectarse a través de las diminutas gotas
que componían el aire, al cabo de un momento, una
masa informe de espectros se abocaba a una
comunicación cuasi física y se interactuaban
entre sí como si estuviesen en una preconcebida
clase de expresión corporal... reconociéndose,
presintiéndose... prodigándose placer.
Una
leve brisa espabiló los sentidos y ahuyentó
levemente al instinto, pero, a los pocos segundos,
volvieron a aquella composición de equilibrio.
Sólo cuando la brisa fue un golpe repentino, se
dio el despertar... Las manos cesaron cuando
alguien, al fin, habló llamando a esa brisa
viento. Entonces comenzaron a formarse remolinos
que fueron elevando el grosor de la nube y poco a
poco fue ampliándose el campo visual de los allí
reunidos. Recobrado el movimiento y el murmullo y
la geometría de las cosas, cada pieza fue
extraviándose de su sitio recobrando su lugar.
Los más, a medida que recuperaban junto con la
vista el sentido de la razón y la
ubicuidad, se sumergían en la espesa niebla
de sus limitaciones.
Un
voluntario de la defensa civil, desde algún sitio
de la profundidad de la bruma, anunciaba aún que
ésta cesaría al cabo de una hora.