igue
lloviendo. A veces me pregunto cuándo llegará el
momento en que esos golpecitos constantes dejen de
tamborilear sobre el cristal.
Al
principio, me entretenía escuchándolos, pues me
sugerían el eco de un cantar pretérito y cierta
musicalidad divertida que avivaba mis recuerdos e
imaginación; pero ya hace casi un mes de que el
repiqueteo dejó de alentarme. Se introdujo en mis
oídos de tal manera que, en el día de hoy,
conociendo todas sus posibles partituras, ese son
monótonamente aburrido ha llegado a hastiarme y
despertar en mí el sentimiento de un verdadero
tedio hacia las cuatro paredes de mi cuarto.
Me entretengo
mirando por la ventana, pero tan sólo me empapo
de vívidas imágenes fugaces, como la de un
paraguas negro corriendo de una esquina a otra de
la plaza. Cuando llego por la tarde, el kiosco ha
cerrado, y, como una vieja caja empapada dentro de
un charco, palidece al atardecer, solo, arrojado
contra un árbol. No hay si quiera una ínfima
chispa de vida que oxigene mis pulmones; el paso
del otoño barrió el rastro de las pequeñas aves
y la entrada del invierno se pinta de gris y
negro. Montones de hojas húmedas se arremolinan y
estampan por todas partes.
A veces, elevo
mis pensamientos y puedo ver cómo el sol quema
los campos y se derrama al atardecer, colándose
por entre los huecos y hendiduras de unos montes
lejanos. Sueño con un rojo anaranjado, un rojo
fulgurante, de fragua antigua de amor de lumbre y
herrador de clavos largos, de andadores ejes de
grandes ruedas, de viejos carros. Me acaricia la
piel el fragor de una memoria, de un grito de
niños, de la infancia abochornada y un olor a
primavera, en la calle o al pasear por la alameda
junto al río, y, entonces, al volver mis ojos
hacia la ventana, desaparece la inspiración
pasajera, dejándome frente a la imagen
desconsoladora de un estrecho paisaje conocido, de
un retrato mudo encuadrado por el cristal rayado
de lluvia que se presenta como mi única salida al
mundo.
Estos días no
logro concentrarme demasiado. Los libros, encima
de la mesa, parecen desafiar al tiempo mientras yo
me limito a pasearlos. Todo huele a extraño, a
momentos eternamente cansados y ajenos, mientras
la pintura con la famosa foto del puerto y la
ciudad en el fondo contemplan mudanzas año tras
año.
Recuerdo que a
un amigo mío no le gustan demasiado ―las
ciudades, se entiende―. Se queja del ruido,
de la estrechez y el humo, de muchas
inconveniencias que, a mi parecer, pueden resultar
un tanto exageradas fuera de contexto. Mi amigo es
un verdadero nostálgico de la calle Antonio
Machado, y de la cuesta de la Plaza Chica ―la
plaza de ladrillo visto y de arcos de herradura―
de la verbena de San Antonio y de las charlas en
la Casa Paco, ¿o era Pepe? A veces me gustaría
ser como él, satisfecho de sí mismo, seguro de
todas sus andanzas, enarbolando banderas de
rectitud y firmeza, siempre fiel al empedrado que
acunó sus primeros pasos.
Pero yo no soy
así. Soy un ave de paso y, sin embargo... De
nuevo me veo envuelta en las marañas de nítidos
mañanas emulando un ayer ya vivido: la misma
habitación, la misma ciudad, el mismo billete al
coger el tren, deseando volver a casa y sintiendo
no haberme ido antes. Y la lluvia, y la soledad
conmovedoras charlando con la misma compañera,
diciendo lo mismo y fingiendo escuchar, añadiendo
de vez en cuando un ligero movimiento de cabeza,
haciendo así notoria mi conformidad o
disconformidad cada no sé cuántos segundos como
un autómata.
Me gusta el
color de la pared, no me imaginaba que la
empapelarían tras mi llegada. Es azul salpicado
con unas florecillas blancas, y, cuando al caer la
tarde enciendo
la lamparita junto al escritorio, con su pantalla
también azulona, es como si me encontrara en el
fondo de un estanque atravesado por el brillo de
las estrellas. En el cuadro de luz recortado en la
pared sobre la cama, antes de quedarme dormida,
dibujo sombras con el movimiento de mis manos
representando espíritus de palomas blancas, o
aquel conejo al que todos saben dar vida. Miro
fijamente al techo boca arriba con un libro
abierto sobre el pecho, y cuento mariposas
transparentes, sus gélidas alas tocando el
cristal, atravesando la ventana, siguiendo el
claro haz de luz que dibuja una de las farolas de
la plaza. Temblorosas bailarinas, melosas almas
sibilantes, como ninfas desnudas, susurrando nanas
eternas, muy pegadas al oído aterido, se delatan
como el constante aleteo de la lluvia en la
ventana.
Quizás no
soportara otro mes más este aspecto frío y
húmedo como el que presenta el conglomerado de
ladrillos en un día como el de hoy... Pero no, ni
siquiera con el buen tiempo, en el albor de la
primavera, la desazón abandonará el claustro de
mi ser adormilado. No se pueden pedir veranos
sumergidos entre las sombras, no se puede levantar
una persiana sin que la luz intensa descubra
cruelmente los rincones que ocultaban el misterio
de diciembre, de las pasadas Navidades, del frío
de enero, que no es más que el mismo misterio de
junio o agosto con papeles por el suelo o un
almanaque pasado de fecha. Es inútil engañarse,
pensar que pueda cambiar una actitud si la
nostalgia habita muy adentro. Y, entonces, pensar
de nuevo, al atravesar el callejón o de pie
rodeada de palomas en medio de la plaza soleada
con un helado en la mano, bajo la mirada atenta,
pero remota, de aquel gran obelisco rememorando
días de gloria en la memoria de los hombres o
poca fortuna para los que no pudieron volver.
No. Aun cuando
el sol y la brisa vuelvan a deslizarse por las
pulidas paredes de los edificios, la lluvia no
cejará en su infatigable castigo a la memoria,
entre espejismos temblorosos vibrando a las cinco
de la tarde. Arañando las pupilas, brillos de
metal y opacidad absoluta hendida en el corazón
de piedra, se mezclarán entre olores y ruido, mas
no podré marcharme: cuando llegue el invierno, se
confundirán como siempre el frío intenso y el
marrón invadiendo las calles, y yo estaré otra
vez frente a frente, ante la postal acartonada del
marco de la ventana, salpicada de añejos
recuerdos.
Hoy he vuelto a
leer las cartas que me mandó Cristina. He vuelto
a acumular sobre la mesa todos los recortes de
periódicos, de revistas, con las fotografías de
esos actores y actrices que me gustan tanto,
mezclándolas con los ojos chispeantes de alguien
que no conozco, el recorte de un anuncio de pasta
dentífrica. Me resulta relajante sacarlos de vez
en cuando. Allí, desordenados, años, lugares y
gente de todas partes, se encuentran en un
momento, un eclipse instantáneo. Voy tejiendo
así las horas con mi puzle bajo la sombra de las
lágrimas que recorren el cristal. Y por un
momento me siento como Ariadna ilusionada, el
laberinto en la mente, sin saber que, tras la
huida, me veré abandonada en la misma isla de
lagunas azules y florecillas blancas.
Estos días tan
sólo me atrae el pensar que, quizás, en la
posible viveza de este lugar sitiado, acabará
despertando, como un ser vivo, un corazón
potente. Se me antoja latiendo en todas partes,
dentro de la absurda esperanza que se levanta en
los sueños de los inocentes.
Inmenso palpitador de historias, mi
corazón llenará ecos de silencio con el pregón
de otros tantos que, como yo, se asoman hoy a
ventanas y claraboyas bajo la lluvia. Bagdad
quedará en la mesita de noche, y Roma... Y esta
golondrina que perdió el rumbo escuchará
atentamente el susurro inquietante de un nuevo
cuento. Serán mis ciudades, mis palacios
mágicos, viejos muros cuentacuentos y mi pequeña
habitación templada. Me llamarán narradores de
la historia de un pasado a dibujar sobre un papel
las sugerentes líneas de una palabra inspirada en
la plaza o el quiosco desnudo, a respirar el
encuentro de días fugaces, de dulces besos sobre
mejillas sonrosadas, de abrazos tiernos en miradas
compartidas. Me gritarán al aire en la acuarela
perpetua de mi triste paisaje,
la siempre ―para los ingenuos―
nueva historia de viejos cuentos, de cuentos
presentes en la memoria centenaria del ser humano.