abián
se despertó extrañado. Nunca se había sentido
así. Raro, pequeño y sin voz. Pensó que todo
era una pesadilla. Un sueño deplorable. Era
peludo y veía en grises. No distinguía con
claridad las imágenes, aunque el olor a basura
lo apreció rápidamente. Se vio las uñas que
surgían escondidas entre las montañas de pelo:
eran delgadas, filudas y arqueadas como garras.
Intentó hablar. Alcanzó a escuchar, dentro de
las profundidades de su cuerpo, un diminuto
ronquido animal.
¿Había
sido un ladrido? ¾pensó¾.
¿Por qué no me despierto? Quiso gritar de
nuevo, y sus oídos desarrollados se
concienciaron de la realidad. Ya no era más
él.
Tuvo
miedo y desesperación. Recordó la noche
anterior. Había ido al bar como todos los
miércoles. Tomó whisky hasta el cansancio y el
efecto fue mortal. Tuvo un ataque de ansiedad,
se sintió intranquilo y triste, y decidió
salir a mojarse en la llovizna desolada de las
tres de la mañana. Sabía que le haría daño
el contacto irascible con el rocío, pero no
importaba nada en ese instante, más fuerte era
el agobio de su vida. Se sentó en los basurales
y prendió un cigarrillo, y, entre el humo y la
lluvia, su memoria se nubló, como si esos
fragmentos de la existencia se deshicieran sin
dejar una prueba irrefutable de que se vivieron
y sin motivos, ni
anuncios: sin una explicación previa, se
había reencarnado en un can.
«¿Qué
es esto?», renegaba para sí. No quería
escuchar esos chillidos desconocidos para su
boca. Maldijo su existencia. Se movió
enloquecido para ver si alguna reacción nueva
le devolvía su cuerpo. Le dio hambre y sed,
también le rascaba su pata trasera y no podía
frotarse, y hasta llegó a preguntarse por qué
tenía que pensar si los animales no lo hacen.
Quería morirse de una vez por todas. No podía
comprender por qué le habían enviado ese
castigo. Gimió como un desesperado, sin que
nada surgiera. Trató de gruñir con ese
sonsonete aguerrido y taciturno que emiten los
de su especie cuando un sonido que sólo ellos
oyen los perturba, y tampoco hubo respuesta. Se
vio asimismo como un ser íngrimo que guardado
desde una caja aislada busca una salida
imposible.
Era
distinto caminar con cuatro patas. Se sentía
más liviano, más ágil, aunque el mundo no
tuviera colores y los olores lo contagiaran en
su esencia, revueltos, pestilentes o
provocativos, como ese pan fresco que posaba en
la vitrina. ¿Cómo hacer para obtenerlo? La
angustia se apoderó otra vez de él. Deseaba
devorarlo y saciar el hambre incontrolable, pero
su mismo conflicto interior no lo dejaba actuar,
y la orden que escuchó alguna vez de un
veterinario de que los perros sólo deben comer
dos veces al día, fue la excusa ideal para no
desfallecer.
El
aroma de los árboles, confundido con el polvo y
sus rastros en la calle, le indicaron un lugar.
Su casa. Odiaba tener esa habilidad monstruosa
de reconocer por medio del olfato pasos, orines
de otros animales y el humor entrañable de su
esposa. Estaba tan cerca. La puerta blanca y la
fachada moderna se imponían en el conjunto de
viviendas escuetas, como un barco sobresale en
la lejanía del mar. Vio las ventanas abiertas,
el jardín rebosante y las flores moradas.
Jamás había sentido ese olor tan profundo.
«Antes todo era más fugaz», pensó.
Temía
entrar. Quería demostrarles que era Fabián.
—Sócrates,
¡has vuelto!
No
tuvo tiempo de reaccionar cuando se vio sacudido
y alzado por Sangela
y su hijo.
!Qué
gran recibimiento! Quería llorar, sus
sentimientos se revolvieron. No podía contarles
que estaba ahí. Ni gritar. Y sus ladridos no
dirían nada. ¿Qué había pasado con todo?
¿No existía la lógica en ninguna parte?,
indagaba, dándole paso a sus lágrimas perdidas
que salían despacio. Abrió el hocico y jugó
con su nueva lengua para poder probarlas. Eran
saladas, eran humanas. «Véanme. Soy yo. Tengo
mis ojos. Aún los tengo. Mírenme», suplicaba
para sus adentros, y un aullido lamentoso
surgió de sus entrañas. «Soy yo». La familia
se sorprendió. Pablo le dijo a su madre que
Sócrates lloraba, que no lo había visto tan
alterado. Ella tocó sus mejillas para
comprobarlo. Fabián creyó que le habían
entendido.
—Es
sólo la emoción de regresar a casa ¾dijo su esposa.
—Y
no mueve la cola ¾le
insistió Pablo.
—Por
eso mismo.
Sangela
permaneció en silencio porque notó aquella
singular diferencia. Le miró fijamente a los
ojos con cuidado, mientras su marido quería
meterse en los suyos y hacerle saber que era
él, quería decirle con su mirada pequeña todo
lo que había pasado para que lo ayudara, pero
ella no vio más que unos ojos de perro. Le
miró la piel, tenía el lunar café entre su
pelaje blanco. Le revisó los dientes, y ese
colmillo demás que no se le había caído
continuaba en su puesto.
—Es
él ¾aseguró
tranquila¾. Hay que bañarlo y darle de comer. ¿Dónde habías estado,
chiquito? He estado buscándote. ¿Por qué te
escapaste? No vuelvas a hacernos esto ¾decía
con palabras tiernas, mientras le daba besos y
lo cargaba como un bebé.
«Estoy
perdido.»
Pasaron
meses antes de que Fabián descubriera que
había muerto. En su mente canina, sólo cabía
el olvido y la ensoñación, que fueron un
beneficio para no desesperarse, ni caer en
traumas sicológicos que lo acabarían. Ese día
entendió resignado que no se sabría que él
seguía vivo y reencarnado en Sócrates, el
adorable French Poodle que había comprado
Sangela para Pablo y que su esposo sólo
estimaba por apariencias frente a su hijo,
porque, en realidad, no le agradaban los
animales y mucho menos ese ‘perrito de
abuelitas y homosexuales que daba vergüenza
sacar a pasear’.
«¿Adónde
se había ido el alma de Sócrates, si es que
tenía?», se preguntaba inquieto en su propio
entierro, mientras llegaban sus parientes y
compañeros de trabajo, que contemplaban su
descenso indiferentes o intrigados por saber
cuál sería el futuro de la empresa y de la
viuda.
Tras
las gafas oscuras de Sonia, su amante, no se
iluminaba llanto como el difunto esperó ver.
Para ella era sólo una despedida a la
adrenalina de lo prohibido, a los encuentros
imprevistos y a los viajes y detalles glamorosos
que recibía de su relación fútil. Sangela
siempre sospechó que la frialdad de su esposo
se debía a la infidelidad. Inicialmente, se
entristeció y buscó la forma de arreglar su
matrimonio, hasta que le ganó la impaciencia y
optó por aceptar las insinuaciones de su primo
segundo, con quien forjó una relación estable
y madura que los llevó al matrimonio.
Sentado
en el amplio sofá de la sala, el perro
examinaba la soledad de su vida humana. Nadie
lloraba su muerte, ni se notaba triste. Ninguno
de los presentes lo había estimado de verdad, y
él tampoco sentía por ellos lo que imaginaba
era el cariño real. «¡Qué farsa! Todo fue
una farsa.»
Tres
asaltantes acabaron con su vida. Le dispararon
sin respiros para robarle la billetera. Su
cuerpo había sido encontrado en el callejón
donde amaneció transformado y donde estuvo
deambulando por horas, hasta que los olores lo
convencieron de la realidad.
Pensaba
en los ratos efímeros en que creyó ser feliz.
Cuando realizó ese viaje al exterior, cuando se
enamoró y se casó, cuando su padre le dejó a
cargo el próspero negocio familiar, sus
encuentros furtivos con Sonia, el día en que
recibió el premio por su gran labor de
empresario, y hasta la tarde lejana en que
probó ese delicioso vino francés que ahora
necesitaba para liberarse del estrés y el
abatimiento.
No
podía ladrar, ni morder al nuevo cónyuge,
sabía que saldría perdiendo. Mejor aprovechaba
que a veces podía dormir con su esposa, aunque
no a su lado, sino en el borde de sus piernas y
sintiendo la respiración asmática del intruso,
pero, por lo menos, estaba a sus pies.
Descubrió entonces que su nueva condición no
era un obstáculo para disfrutar a la familia.
Borraría para siempre su nombre e intentaría
entender que sólo cuando pronunciaran
Sócrates, podría integrarse a la vida, salir
del encierro a través de sus ojos y buscar la
manera de llegar a las sombras olorosas que
demostraban presencias.
No
se separaba de Sangela y ésta tampoco se
hastiaba por tenerlo a su lado. Lo sacaba a
pasear en el carro, le daba agua fresca de su
mano, le acariciaba la barriga y, ante la más
minúscula insinuación de llanto, se desvivía
para complacerlo. Lo único que le molestaba era
el vestidito de lana azul con que lo disfrazaban
en las ocasiones especiales: le producía calor
y era incomodo para su ego masculino, que aún
sobrevivía.
Además
del apego mutuo y los grandes momentos, su ama
también compartía con él intimidades. Ella no
imaginaba que su antiguo esposo se iba a enterar
de la tristeza interior que mantenía, la
insatisfacción en el amor y hasta la necesidad
de volverlo a ver y recuperar lo que alguna vez
fue perfecto. Fabián intentaba acercarse,
quería darle un abrazo, decirle que lo
perdonara o trasmitirle, con alguna expresión
tierna, que no se sintiera sola. Llegaba a ser
tal el desahogo que no sabía qué hacer, movía
su cola hasta que la conmovía y la hacía
sonreír. También descubrió la profundidad de
su relación con Roberto. Ella se extendía en
monólogos para hablarle de las discusiones que
tenían con frecuencia, los defectos
intolerables y los reproches o secretos que él
desconocía y que no podrían ser divulgados
nunca por ese perro sin alma, que, como un
objeto más de la casa, desconoce la realidad de
sus habitantes.
Con
Pablo, todo fue más fácil. A pesar de ser un
niño retraído, que se refugiaba en la
televisión y los dulces para remediar su
soledad, Fabián logró conquistarlo con
rapidez. Entraba a su habitación en silencio,
se subía a la cama y le daba un par de
lengüetazos para demostrarle afecto de alguna
forma.
Al
principio, su hijo se asombró de ver a
Sócrates en esa actitud tan efusiva, antes
sólo se dejaba corretear o jugaban con los
muñecos sin otras innovaciones. Podía admitir
que así era mejor. Ahora iban al parque en
plena libertad, sin que su Poodle cometiera las
imprudencias de una mascota no adiestrada.
Tenía conciencia de los peligros, sabía
cuándo cruzar la calle sin necesidad de estar
atado a un collar y no tenía problemas con
otros canes, porque éstos tampoco se metían
con él. «Seguramente es mi mirada. Ellos saben
que soy algo humano», suponía.
Se
volvieron cómplices. Pablo le daba comida
porque sospechó que ya no le gustaba el
concentrado. Prefería el pollo, el sabor del
hueso se le hacía cada vez más tentador, y la
capacidad para cortarlo con su dentadura afilada
era una sensación inefable. El olor lo
enloquecía, haciendo que se desesperara y que
aprendiera a gemir como una criatura
desconsolada, alterando al servicio, que debía
acelerar en sus quehaceres para servirle al
animal. Fue difícil tener que alimentarse sin
la ayuda de las manos, pero después se dejó
llevar por unos instintos crecientes que
empezaban a manejarlo cada vez con mayor
frecuencia. Era como una energía adherida a su
cerebro que cubría las emisiones de pensamiento
que todavía generaba y que le permitía actuar
sin cordura o prevención en ese tipo de
situaciones o despreocuparse frente a otras. No
sufría por dinero, ni por buscar el poder o
mantenerse en éste. Las crisis financieras, la
situación política, la guerra o el futuro
incierto, eran temas en los que no tenía que
profundizar, ni analizar, ni dedicarles un
espacio pequeño. Todo lo que otrora fue de su
interés, lucía ahora banal desde su mundo. No
podía evitarlo. La ensoñación lo nublaba y
sus reflexiones se diluían como una lectura
efímera de la que no queda ni el recuerdo.
«Las palabras se pierden con el tiempo y no
dejan sino vacíos; por eso, somos el consuelo
de los hombres. Tenemos la grandiosa facultad
del silencio», decía, mientras aceptaba con
entereza a su especie muda y se percataba de un
presente sin reparos.
Era
agradable sentarse sobre Sangela, acurrucado y
roncando, cobijado con ternura, o sentir cómo
en los amaneceres lluviosos Roberto debía
levantarse para trabajar, mientras él se
quedaba durmiendo, sin problemas que lo
atormentaran. Iría a vivir con Pablo, a
rebuscar entre la esencia de la naturaleza con
sus sentidos despiertos o revolcarse en la
tierra fresca, escuchando los sonidos lejanos
que los demás no detallan y oliendo sosegado lo
que le trae el viento, cuando mueve en los
arrebatos de la tarde sus orejas largas y
distrae su vida pasiva hasta que el tiempo lo
ayuda adaptarse, como a los hombres, a ser un
animal de costumbres.