omo
cada domingo, sub韆mos al tranv韆 tras una
espera de cuarto de hora. Ten韆mos por delante
un recorrido de cincuenta minutos, a lo menos.
Los asientos de madera, con ondulaciones apenas
anat髆icas, hac韆n que el trayecto fuese algo
menos inc髆odo. Pero un viaje en domingo, a
medio d韆, a las afueras de la ciudad, era
siempre penoso; los pasajeros iban cargados de
bultos con provisiones que depositaban en el
pasillo central, que, una vez que se
colmaba de paquetes y de gente asida de los
pasamanos, hac韆 que todos abordo, incluso los
que iban sentados, terminaran apretujados. En
general, la gente era de clase baja y con mal
aseo, por eso, cuando el tranv韆 se llenaba,
los tufos obligaban a la apertura de las
ventanas, que, sueltas de sus trabas, iniciaban
un tintineo en armon韆 con el traquetear de las
ruedas sobre los rieles de acero. Mientras el
carro estaba en movimiento, se hac韆 dif韈il
intercambiar palabra, aunque mam?hablaba poco
y sonre韆 todav韆 menos, s髄o cuando nos
deten韆mos para el descenso y/o ascenso de
pasajeros, hac韆mos alg鷑 comentario. No es
que mam?y yo perteneci閞amos a una estirpe
superior, viv韆mos muy modestamente despu閟 de
fallecer pap? Mam?era zurcidora y coc韆
botones para una reconocida tienda de la ciudad;
nos diferenciaba la pulcritud. Los tramos
finales del recorrido se hac韆n en descampado y
el paisaje que se observaba desde las
ventanillas variaba diametralmente seg鷑 la
estaci髇 del a駉. La ocre sequedad de los
yuyales en invierno se poblaba de motas negras a
medida que la gente descend韆 y se perd韆 con
sus bultos entre los matorrales. Para cuando el
tranv韆 llegaba a su destino, jam醩 hab韆
m醩 de seis o siete personas abordo, incluidas,
mam? yo, y algunos a駉s atr醩, la abuela
Rosario. Vest韆mos invariablemente de negro:
ella, con lentes oscuros y un pa駏elo de seda
que le cubr韆 la cabeza, pendiendo de su codo
derecho el bolso con la merienda; en su mano, un
ramo de frecias. Yo, con dos mo駉s de raso
sobre mis orejas, mi tapadito de pa駉 y medias
hasta la cintura.
El
guardia de la puerta era un amable anciano con
deseos de conversar; despu閟 del saludo formal,
descerrajaba una andanada de preguntas que mam? contestaba invariablemente sin detenerse con
leves movimientos de cabeza y expresiones
onomatop閥icas que dejaban al pobre con el
deseo de repreguntar. Por unos pasos me lo
quedaba mirando comprendiendo su necesidad,
mientras el individuo, sonriendo, agitaba su
mano tan veloz como un colibr?hasta que lo
dejaba de mirar.
El
arco de acceso era una imponente construcci髇
de amarillo descolorido sobre dos torres con
molduras barrocas. A cada lado, un pared髇 de
varios metros de alto que repet韆 los arreglos
del arco central. M醩 all?de la escalinata de
entrada se abr韆n en abanico senderos de grava
roja delimitados por setos bajos bien cortados.
La sombra de enormes cipreses y cedros prove韆
cierta serenidad. Lo peculiar era el silencio.
Ni bien traspon韆mos la enorme reja de la
entrada, las personas hablaban en un murmullo
apenas audible; entonces, preguntas como:
縬u? 縞髆o me dijo? 縩o escuch?bien? y
otras parecidas, era usual escucharlas a cada
rato.
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Pap? estaba en un pante髇 m醩 bien modesto. De esto
me hab韆 percatado cierta vez que mam?me
llev?a que viera las b髒edas de las familias
adineradas: ten韆n varios... |
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Nuestro
sendero ―en diagonal a la entrada―
nos dirig韆 a una peque馻 fuente llena de
musgo cuyo motivo eran tres 醤geles jalados por
un c髇dor. La sequedad del m醨mol denunciaba
que la fuente, como la mayor韆 de las cosas en
ese lugar, estaba muerta. M醩 all?de la
fuente, nos adentr醔amos a un pasadizo rodeado
de construcciones grises de pesada arquitectura
barroca. M醨moles oscuros, crucifijos, rejas,
floreros de chapa, bronces y epitafios, se
suced韆n sin soluci髇 de continuidad.
Dolientes mujeres de ―riguroso negro―
entregadas con devoci髇 a la tarea de acomodar
flores, persignarse o rezar, daban movimiento al
r韌ido silencio.
Pap? estaba en un pante髇 m醩 bien modesto. De esto
me hab韆 percatado cierta vez que mam?me
llev?a que viera las b髒edas de las familias
adineradas: ten韆n varios pisos y subsuelos.
Algunas se encontraban en tal abandono que, a
trav閟 del biselado de sus puertas, se pod韆
observar f閞etros abiertos o corridos de lugar,
pedazos de florero esparcidos por el suelo y, en
general, suciedad. Ni bien lleg醔amos donde
pap? mam?extra韆 de su bolso implementos
para limpiar; esto, aproximadamente, le
demandaba una hora. Mientras ella se ocupaba de
esa tarea, yo sal韆 a caminar.
Al fallecer pap? ten韆 apenas seis a駉s.
Mam?era una joven ama de casa de veintiocho.
Abuela Rosario, que tambi閚 hab韆 enviudado
joven, se mud?con nosotras... Por a駉s, la
peregrinaci髇 de domingo la hicimos las tres.
Bien temprano, luego de almorzar ―a veces
sin siquiera lavar los trastos―,
tom醔amos el tranv韆 con todo lo necesario
para la tarde. Algunas veces ven韆mos tambi閚
los mi閞coles. Ellas pasaban por m?a la
salida de la escuela y juntas ven韆mos hasta
aqu? Mientras mam?y la abuela tomaban mate
sentadas en el umbral del pante髇, yo hac韆
mis tareas. Abuela Rosario, que padec韆
diabetes, qued?imposibilitada para caminar,
por eso no nos acompa耋 m醩, pero siempre
ten韆 encomiendas que dar o instrucciones de
c髆o quer韆 ella que luciera el lugar. Mam? lustraba bronces, barr韆 el piso, sacaba brillo
a los vidrios, pasaba cera a los cajones y
refrescaba el agua de las flores mientras
dialogaba con pap? Yo, mientras, deambulaba
entre las tumbas jugando a las escondidas, o
imaginaba que de una cripta, se asomaba un
muerto de verdad. Al cabo de un rato, mam?me
llamaba a merendar. Entonces, entorno al mantel
blanco con puntillas que cubr韆 el f閞etro de
pap? nos reun韆mos las tres.
Cuando
la sombra de los crucifijos se extend韆 a lo
largo de los pasillos, emprend韆mos el regreso.
Los que retornaban al centro, en el atardecer
del domingo, eran muy pocos; en el tranv韆,
casi vac韔, retumbaba el traqueteo de las
ruedas sobre los rieles de acero.
FIN