eses
antes de que pasara, Antonia no era la misma. Recuerdo
en especial el día en que fuimos a la laguna. Permanecía
aislada, silenciosa y observando pasiva los árboles y
el movimiento que el viento les daba. Todos lo notamos,
aunque Luisa se apropió de la situación, en su rol de
mejor amiga. Le preguntó qué tenía, qué le
preocupaba, pero ella sólo le transmitió esa sonrisa
triste con la que buscaba escaparse de las indagaciones.
Yo me acerqué para decirle que si tenía algún
problema, mejor sería que nos fuéramos; no iba a soportar esa
actitud nostálgica en el paseo. “Estoy bien, no tengo
nada”, fue su respuesta.
Así
que el resto del día no le puse interés a su
comportamiento y preferí emborracharme.
Quisiera
retroceder en el tiempo para hacer las cosas bien. Para
escucharla y ser su compañero de desahogos. Habría
descubierto alguna pista.
La
lluvia hizo que nos metiéramos en la carpa, y, ya más
cerca, la abracé fuertemente. Me dio un beso corto y
brindamos. Después cayó rendida y, cuando la pesadez
de la cerveza nos invadió, decidimos dormirnos.
Antes
del amanecer, escuché ruidos fuera. Me desperté
inquieto y vi que no estaba. Salí a buscarla. Y ahí,
sentada en el silencio, miraba el cielo estrellado, hipnotizada, sin rasgos de ser normal, sin sentir el
helaje de la noche o ver el resplandor tenebroso del
lago. Llegué a pensar que tal ve era sonámbula y no lo
sabía, porque el sonido de mis pasos y las hojas
levantadas no perturbaron su embeleso.
Cuando
le dije que entráramos, pensé que se asustaría. Pero
ella propuso “Hay que aprovechar que aquí sí podemos
ver las estrellas, mirarlas”, me
dijo, como extasiada. Yo le hice caso, me senté a su
lado y las observé sin profundidad. Creo que había
pensando que ése era uno de los buenos momentos de su
vida.
En
los dos años que llevábamos de novios, la amé de
verdad, aunque a veces ella lo dudara. Nunca se lo
demostré demasiado. No soy bueno para eso. Me resulta
difícil escuchar a las personas o aconsejarlas. Antonia
esperó eso de mí, estoy seguro, debía sentirse sola.
Un abrazo o un beso no era lo que necesitaba para estar
mejor.
Quiero
volver a verla. Reírme de sus arranques de
espontaneidad, cuando decía alguna de sus frases
reflexivas o bailaba una canción, absorta, sin ver a
los otros, ni pensar en la pena que yo sí sentía. Era
tan natural, tan lejana a los demás, a las apariencias.
Y yo, siempre severo, disgustado, tan hermético.
Extraño
el olor de su cabello, sus ojos castaños y el sabor
característico de sus besos. Le debí prestar más
atención a todo lo que fue, al pensamiento más trivial
que tuviera, a la manera como salían sus lágrimas o al
número infinito de sus pecas. Si fuera hace un año,
habría evitado ese día. Estaría escuchando su voz por
el teléfono, o acompañándola a la universidad. No
esperaría hasta ahora para recordar sus aislamientos.
Podría haber leído, en el mismo momento en que los
escribió, aquellos versos reveladores que hacían mención
a su futuro y que salían de la fuerte impresión que le
causaba una fiesta. La habría asaltado en
cuestionamientos hasta sacarle todos los detalles de lo
que ya sabía. Apreciaría bien su rostro y le preguntaría
resuelto “¿Qué está pasando por tu cabeza? ¿Qué
es lo que estás sintiendo ahora?”
Siempre
se ve todo como en la lejanía que nunca nos toca, que
se dispersa y nos evade, que nos dice que aún no es,
pero que luego llega y pasa cerca de nuestro aliento confirmándonos
lo que temíamos.
Una
vez gritó con energía que había escrito algo extraño.
Nadie se percató. Estábamos demasiado perdidos para
pensar que era en serio. Roberto dice que alcanzó a
preguntarle; sin embargo, las lagunas del trago le han
borrado la memoria. Odio no haber vivido nuestra relación
pensando que eso iba a suceder. Todo sería ahora
diferente. No tendría esta culpa que me atormenta por
no haberla aprovechado.
Luisa
también repartió con horror las fotografías que
Antonia se tomó una semana antes de que todo acabara.
Era un estudio hecho por un profesional que había
contratado para dejar el recuerdo de su imagen en buenas
manos. Lucía hermosa. Con poco maquillaje, el pelo
enmarañado y las uñas pintadas de azul. En algunas
fotos sale sonriendo; en otras, seria y sin
improvisaciones. Ésas me gustan más, se ve cómo era
ella.
“¿No
ves que el verde está más iluminado?”, me
dijo al regreso del paseo. “Y mira el contraste con los eucaliptos…es
poético”. Su
corazón palpitaba con ansiedad. Y yo insensible. A
veces decía que la luna parecía más cercana, como si
estuviera desprendida del vacío que la sostiene. No se
perdía ningún espectáculo del cielo: las nubes cárdenas,
los colores del horizonte y los atardeceres, a pesar de
que los edificios los tapaban. Iba en el carro, en
silencio, pensativa, y sólo hablaba para decirme que
viera la obra de arte que ante nuestros ojos se estaba
formando. Yo ni siquiera giraba la cabeza para comprobar
si era cierto, no tenía tiempo para bobadas. Asentía
con un gesto impasible y seguía escuchando mi partido.
He vuelto a pasar por ahí. Me quedo quieto para
observarlo todo con calma. La imagino junto a mí y detrás
la tarde rojiza. La veo así antes de dormirme. Es una
fantasía de la que creo no me libraré.
El
último día la esperé a las afueras de la universidad.
Traía cara de cansancio porque no había dormido nada
estudiando para el parcial de Economía. Obtuvo la mejor
nota del curso. Después de almorzar hamburguesas y
fumar dos cigarrillos, la dejé en su casa. Iba a
descansar un poco y más tarde se encontraría con
Luisa.
Había
salido ya, cuando me llamaron para decirme que Antonia
estaba muerta. Alguna vez pensé que íbamos a casarnos
y que la muerte llegaría, sí, pero cuando ya tuviéramos
suficientes arrugas en la cara y las despedidas no
fueran tan dolorosas.
En
un segundo estás aquí y al otro desapareces, no estás
más, no respiras. Hablas de lo que vas a hacer mañana,
del próximo parcial o de lo desarreglada que luces para
estar en la calle, sin pensar en nada importante, en
que, por un paso más, puedes ir al otro lado.
En la
avenida, lejos de mí, Antonia decidió cruzar la amplia
calzada. Luisa sabía que no podría lograrlo. Al frente
quedó el cuerpo estropeado y el sonido continuo del
estruendo torturando sus oídos.
En
una página del cuaderno de Economía, Luisa encontró
ese escrito del que Antonia había hablado. Le sacó
copias para que todos los que asistieran al entierro la
leyéramos.
Me
estoy muriendo. Lo siento. Mi alma parece escaparse a
veces. Y en las noches, vuelo más allá de las
dimensiones establecidas en los sueños. Las piernas se
me van durmiendo poco a poco y ya no las siento. Esta
sensación avanza. Llega a otras partes de mi cuerpo.
Sube lentamente como una sombra que se acerca con
pretensiones. Ahora no siento el estomago, ni tampoco la
espalda, ni los brazos ni el cuello. Luego no podré
mover mi cara. Tengo miedo. No quiero que se duerma mi
corazón. Pero así va a ser.
Desde
hace un tiempo, todo es distinto. Nada me pertenece. El
verde del campo es más intenso y el azul parece
atraparme. Los árboles y las hojas susurran, creo que
me llaman. Todas las mañanas siento que fue un milagro
sobrevivir al nuevo día. Sigo aquí. Aunque vea que me
aleje y que no hay un futuro que espere por mí. No sé
cuando ocurrirá. Falta poco. Da nostalgia dejar el sol
que en los sueños calienta mi cara y tener que irse
junto al viento frío que me cobija ahora.
FIN