s una
costumbre que la comitiva haga algunas paraditas
en su largo recorrido, la que aprovechan los
penitentes para descansar un ratito, echar algún
cigarrillo que otro e incluso algunos hasta sacan
tiempo y le hacen una corta visita al bar más
cercano, donde entonan el cuerpo con un cubatita
fresquito.
El
intermedio del desfile se suele hacer frente a un
engalanado balcón, donde esperan sentadas las
autoridades de turno, y cada año acompaña a
dichas autoridades algún destacado personaje. Se
supone que es una sorpresa y que se debe guardar
muy en secreto. Nadie tiene por qué saberlo hasta
que el alcalde anuncie su nombre... Este año es
María... María “la Corneta”.
María
“la Corneta” es la hija mayor de Antonio “el
Corneta”, una mujer de aquí, de toda la vida.
Ella fue la encargada de dar la puntilla a esta
gloriosa paradita.
La idea
inicial era recitar una poesía que le había
sacado a su abuela María “la Sorda”. El
señor alcalde la presentó, y ella, más
emperifollada que un pavo real con peineta,
se acercó al balcón de la tienda de la
“Gero”, asomó su estirada cara, levantó la
mano y saludó al pueblo. Una vez instalada,
cogió el micrófono y se lo acercó a la boca. De
pronto, un sonido muy agudo, casi insoportable,
hizo que todos guardáramos silencio y
volviéramos la cabeza hacia donde estaba ella con
cierto odio y una expresión de asco en la cara.
—Pedazo
de acople—
dijo un chaval que estaba a mi lado.
Tras un
buen rato de sonidos insoportables, por fin se
hizo el silencio, al que María sacaría provecho:
consiguió que le prestásemos atención. De
pronto, se oyó fuerte y claro el estridente tono
de voz de nuestra queridísima vecina.
—Saludos,
queridos amigos y compañeros. Qué contenta estoy
de estar aquí hoy con todos ustedes. Es para mí
una emoción mu fuerte el poder dirigirme a
este pueblo que tanto quiero y que tanto ha querío
siempre a to mi familia... Y desde este
destacado púlpito, que el amabilísimo señor
alcalde ha tenido la gentileza de cederme, quiero
recitarle, con todo mi cariño y devoción, a mi
Virgencita de los Dolores un poema que he escrito
desde el corazón y que quiero dedicar a mi
queridísima abuela. Va por mi agüelita de
mi arma.
María,
María, simplemente María,
la más
bonita de las mujeres y mi dulce compañía.
¡Cómo
hecho de menos tus abrazos, María!
Eres casi
tan bella como la Virgen mía,
a la que
cada año, sin faltar ninguno,
para
agradecerle que le habían sanado las llagas de
sus pies,
volvía a
subir descalza hasta la ermita.
Todos los
años sin faltar ninguno.
Tú eres
mi aliento y mi alegría,
abuelita
María,
y a ti me
quiero parecer cada día, María.
Estas
lagrimas que ahora recorren mis mejillas
son de
alegría por tenerte a mi lado, agüelita
María.
Y desde
este pulpito que me inspira esta poesía,
quiero
pedir a todos los amigos que griten alto y claro,
tres
vivas para la virgencita María de los Dolores.
Acompañadme
en este canto de alegría.
¡Viva la
Virgen María de los Dolores!
—¡Viva!
—aclamó la concurrencia.
—¡Viva la
Virgen María de los Dolores!
—¡Viva!
—¡Viva la
Virgen María de los Dolores!
—¡Viva!
El
gentío aplaudió emocionado. Algunos rieron y
hasta hubo quien lloró, no sé si de pena o de
vergüenza ante aquel supuesto recital poético.
María,
emocionada, se limpiaba las lagrimas con un
pañuelo blanco de hilo que tenía medio guardado
entre las mangas del traje negro brillante. El
alcalde la abrazó y le dio un par de besos en las
mejillas, ella abrazó al alcalde y los dos se
fundieron en un caluroso devaneo de lagrimas,
besos, abrazos y complicidades.
El pueblo
seguía aplaudiendo. Se oyó la voz de algún
vecino acalorado de emoción, o quizás de güisqui,
que gritaba vivas a María.
¡Viva
la María “la Corneta” y la madre que
la parió!
—¡Viva!
¡Viva
la María “la Corneta” y la madre que
la parió!
—¡Viva!
¡Viva
la María “la Corneta” y la madre que
la parió!
—¡Viva!
María
estaba entusiasmada; el alcalde, pletórico, y yo,
cada vez más perpleja.
—¿Qué
está pasando aquí? ¡Vaya pueblo que tengo...!
María se
acercó al micrófono y agradeció, entre
lagrimas, estas muestras de cariño con las que su
pueblo le estaba obsequiando.
De
pronto, se volvió a oír la voz del acalorado
vecino pidiendo a la homenajeada que cantara una
saeta a la virgencita milagrera, a lo que se le
unió uno y otro y otro y otro. Al cabo del rato,
todos, al unísono, pedían a María que cantara.
—¡Que
cante María...! ¡Que cante María...! ¡Que
cante María...!
María se acercó nuevamente al micrófono e hizo una
señal
con la mano a la banda de tambores. Nuevamente el
silencio. Sólo se oía el murmullo de un pequeño
tambor, que la desagradable voz de María se
encargó de silenciar.
¡Aaayyy...!
(¡Pum! —sonó el tambor.)
Ayayayyy...
(¡Pum!)
La Virgen
de los Doloreeeeee... (¡Pum!)
La más
bonitaaaaaa... (¡Pum!)
¡Pum,
pum, pum...!
De pronto, se
oyó la voz de un chaval, que decía:
—Anda, que no
canta mal la María. ¡No ves, que hasta la Virgen
la tiene asustá!.
Aquel día
descubrí el verdadero significado de la
penitencia en Semana Santa. Nunca lo olvidare:
viernes, 12 de abril, a las 11 de la noche, frente
a la panadería.
FIN