Podríamos
decir que hay tantas ideas de
Europa como ciudadanos europeos,
pero el logro más
representativo de la sociedad
europea del nuevo milenio sería
establecer una idea común e
inherente a todos. En este
momento crucial, hemos de
exponer aquellos motivos que
justifican la existencia de la
idea de Europa mucho antes de
1957. Así podremos asimilar
mejor el proceso constructivo en
el que nos hallamos inmersos.
onsideramos que, para
poder establecer una idea
general del concepto de Europa
—tarea mucho más compleja que
la que aquí se propone—,
hemos de remontarnos a sus
orígenes y revisar su historia.
Pero no a la historia que narran
los materiales didácticos que
suelen centrar su atención en
las batallas y las luchas de
poder —evidentemente con
claros tintes nacionalistas—,
sino a la historia de la
formación de la idea
de Europa, el sueño
utópico de unos pocos, aunque
con matices muy diferenciados,
finalmente realizado legal e
institucionalmente por
necesidades económicas en 1957.
1. Mitología y
orígenes
Alcanzar la comprensión
de la idea de Europa resulta un
objetivo bastante complejo,
incluso podemos asegurar que,
ante la presentación de las
ideas y datos que a
continuación vamos a exponer,
se pueden extraer diferentes
conclusiones de lo que Europa
puede representar.
Las
leyendas mitológicas cuentan
que Europa fue el nombre dado
por Fénix y Perimeda a una hija
suya, por cuyo amor Júpiter se
convirtió en toro, y,
cargándola sobre sus espaldas,
la llevó a través del mar
hasta Creta, donde ella le dio
tres hijos. Más tarde, Europa
tuvo como esposo a Asterió,
hijo del rey de Creta, el cual
educó a sus hijos y les cedió
el dominio de la isla, en la que
Europa recibió los honores de
diosa, teniendo incluso una
fiesta propia. Desde la
Antigüedad, los artistas del
Viejo Continente han utilizado
esta representación —la mujer
a lomos del toro— como icono
para representar a Europa. Se
sabe de la existencia de un
relieve que procede de las
ruinas del templo dórico de
Selinonte, en Sicilia,
construido el año 628 a. C. y
derruido posteriormente en
409-408 por los cartagineses, en
el que aparece dicha
representación.
Herodoto (485? - 425 a.
C.) utiliza el término Europa
para referirse a las guerras de
Maratón, Termópilas y Salamina,
en las que unos pocos hombres de
la naciente Grecia se rebelaban
y vencían al imperio asiático
personificado por los persas. El
propio Herodoto sitúa Europa en
el límite desde Grecia hasta el
Norte de los países del
Mediterráneo, en
contraposición con los países
situados al Este del mismo mar,
los cuales representarían el
mundo oriental o continente
asiático. Posteriormente, se
identifica con el límite de
Asia en el mar de Azof y el río
Don. Pero la situación
geográfica de Europa varió
mucho en los orígenes, sobre
todo desde que empiezan a
configurarse los primeros
estados e imperios nacientes.
Durante el Imperio Romano,
Europa era similar al Imperium romanun, de tal
manera que la expansión de uno
implicaba el crecimiento de la
otra. En el periodo de la
dominación de Carlomagno
(742-814), se entendía Europa
como el territorio perteneciente
al monarca, quien fue llamado Rex
Pater Europae por el Papa
León III en el 799. A partir de
este momento, se consideró
Europa al espacio de tierra
habitado por los cristianos. Con
ello, varió el contenido
espiritual del significado de
Europa, sobre todo porque, a
partir de la época carolingia,
los valores cristianos empiezan
a conjugarse con la idea de
Europa (Scheneider, 1963:
11-13). Europa se llega a
confundir con la cristiandad
latina.
2. Europa como
respuesta a las invasiones
orientales
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Conde
de Saint-Simon
(1760-1825) |
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Los terrenos francos de
Carlomagno se configuran en el
s. IX como un imperio —el
Imperio Cristiano-europeo—
ante la necesidad de respuesta
antagónica al Imperio Bizantino
de Oriente. Europa se hace
Europa ante las invasiones de
los orientales y africanos. Los
hunos primero, con Atila al
frente, irrumpiendo desde Asia a
mediados del s. V, y los árabes
después, liderados por
Abderramán, entrando por
África hasta Poitiers a
comienzos del s. VIII, intentan
derrocar el poder del Imperio
Europeo-cristiano, pero la
derrota de ambos conatos en
sendas batallas pone de
manifiesto la supremacía y
vitalidad del nuevo Imperio,
ayudando así a la
consolidación del sentido de la
idea de Europa. Pero éstos no
serán los únicos intentos de
inclusión oriental en
territorio europeo.
Posteriormente, será Mohamed
II, al frente de los turcos
otomanos, quien protagonice un
nuevo intento de abatir Europa.
Constantinopla, capital y
último bastión del Imperio
Bizantino, cae en 1453, pero los
ataques turcos contra Occidente
continuarán sucediéndose hasta
el s. XVII, cuando son
derrotados por el ejército
polaco-alemán del rey Juan II
Sobieski, el duque Carlos von
Lothringen en Viena y el
príncipe Eugenio en las
batallas de Zenta y de Belgrado
a finales del s. XVII (AA. VV.,
1997: 7).
La idea de Europa salió
reforzada de las luchas
producidas en las Cruzadas (ss.
XI-XIII), las cuales han sido
consideradas por diferentes
autores a lo largo de la
historia como «la
más vigorosa manifestación de
solidaridad europea».
Aunque este hecho es muy
discutible en cuanto a las
razones solidarias, las Cruzadas
pretendían liberar del yugo
asiático los Santos Lugares y
la zona mediterránea. Los
principales estados del
continente europeo se aliaron en
la defensa de los valores
cristianos —europeos—,
reafirmándose así en la
personalidad europea frente a
las pretensiones y amenazas
bárbaras de los pueblos
orientales.
En este contexto, Pierre
Dubois, jurista real de Felipe
el Hermoso, rey de Francia,
escribe en 1303 la obra De
recuperatione Terrae Sanctae,
en la cual propone la
institución de una liga europea
bajo la presidencia del soberano
más poderoso de Europa, con el
fin de asegurar una paz duradera
en el seno de la cristiandad y
reunir las fuerzas armadas para
la reconquista de las Tierra
Santa y el Mediterráneo. Dubois
ve en Europa una federación y
pide para ella un concilio de
príncipes y un tribunal de
arbitraje.
En una línea similar
aparece una serie de autores,
intelectuales, pensadores, etc.
que intentaron mantener vivo el
espíritu de la idea de Europa,
aunque con diferentes
propuestas. Así, Dante (De
Monarchia,
1303) defiende una soberanía
universal a manos del emperador
grecorromano. Erasmo de
Rotterdam (1467-1536) defiende
la paz como valor de la Europa
unida. En la misma línea de
pensamiento se sitúa Leibnitz,
William Penn, J. Bellers, Juan
Luis Vives —en forma de
comunidad de defensa— y el
abate Saint-Pierre. El proyecto
de este último es digno de
mencionar, ya que propone un
carácter federalista —liga de
naciones—, basado en la idea
de que a la guerra le seguirán
nuevas guerras en tanto que
Europa no sea una comunidad de
derecho amparada por una
organización internacional que
vele por asegurar
permanentemente el cumplimiento
de las leyes entre las
diferentes naciones europeas que
participan de una cierta
comunidad cultural e
ideológica. Estas ideas
llamaron la atención de
personajes tan relevantes como
Rousseau, Kant, Montesquieu,
Leibniz y d´Alembert
(Rodríguez Carrajo, 1997:
16-18).
«Si
los profesores reconocieran que
estando Europa en peligro, las
mismas fuerzas que, separadas,
no habrían podido ofrecer una
respuesta eficaz, unidas, en
cambio, aplastaron el enemigo…
se sentirían inclinados a
inculcar en la enseñanza de la
historia occidental, la absoluta
necesidad de la unión de los
pueblos europeos ante la actual
amenaza de Europa procedente de
Oriente» (Schneider, 1963: 14).
3. Intentos
contemporáneos unionistas
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Giuseppe
Mazzini (1805-1872) |
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La Revolución Francesa
(1789) va a provocar un cambio
brusco en las sociedades
europeas. Se produce un cambio
de régimen estamental que
deriva en el desarrollo de una
alternativa política,
económica y social, basada en
la libertad, la igualdad, la
defensa de la propiedad, la
seguridad personal y la ley como
expresión de la voluntad
general y la regulación de los
derechos y deberes de los
ciudadanos de cada Estado.
Paradójicamente, Napoleón
Bonaparte (1769-1821) realiza el
primer intento contemporáneo de
agrupación europea.
Nombrándose emperador —recurriendo
a la tradición romana—,
Napoleón intenta conquistar las
tierras del Viejo Continente y
erigirse como el soberano de los
territorios europeos, tarea en
la cual fracasa, como es bien
sabido.
Poco después, en 1814, se establece la Liga de la Santa Alianza, surgida
del Congreso de Paz celebrado en
Viena tras la primera
abdicación de Napoleón,
presidida por Metternich e
inspirada por el zar Alejandro I,
el emperador Francisco I y el
rey Federico Guillermo III. La
Santa Alianza tenía como
principales fundamentos
conseguir una Europa unida, con
un gobierno basado en los
principios religiosos del
cristianismo, contrario a las
guerras y a las revoluciones:
«Había de garantizar la comprensión y la paz entre los pueblos y
conseguir que todo en Europa
fuese un edificio de
estabilidad, de santa
legitimidad y de un gobierno de
estado y de estados basados en
los principios cristianos» (Schneider,
1963: 18). Pero los emperadores
de la Santa Alianza «se
reparten Europa sin el menor
respeto por las aspiraciones de
los pueblos» (AA. VV., 1997,
7).
En ese mismo año de 1814,
el Conde de Saint-Simon escribe De
la réorganisation de la
societé europeenne ou de la
necessité de rassembler las
peuples d´Europe en un seule
corps, en el que se muestra
partidario de una economía
europea planificada, la
supresión de las fronteras, el
mercado común, la política
exterior y el sueño de una
idea, los Estados
Unidos de Europa (Rodríguez
Carrajo, 1997: 18).
Dos décadas después se
produce un nuevo intento de
organización paneuropea con el
nacimiento de la Joven
Europa fundada en 1834 por
el revolucionario Giuseppe
Mazzini. Persigue la
reorganización de una única
Europa sobre una base
democrática y nacional,
conjugando la reunión de todos
los movimientos revolucionarios
presentes en Europa. La idea de
Mazzini se viene abajo en 1848.
Las revoluciones industriales,
el despertar de los
nacionalismos y las guerras
entre algunos estados europeos,
como la guerra franco-alemana
(1870-1871), impidieron nuevos
intentos y realizaciones
coherentes de unión de los
estados europeos durante el s.
XIX.
Después de las victorias
alemanas sobre Austria y
Francia, el Congreso de Berlín,
de donde surgió el Tratado de
Berlín (1878), reconoce la
independencia de Rumanía,
Serbia y Montenegro, Macedonia,
Bulgaria y Rumelia, imponiendo
los criterios del canciller
alemán Otto von Bismark en toda
Centroeuropa. Éste es el
principio de la confusión
Balcánica y del cisma posterior
que en este territorio se va a
avecinar. Ello representa el
proceso nacionalista de los
países pertenecientes a la
órbita europea.
El desarrollo de los
nacionalismos, la expansión
colonial, los movimientos
políticos y religiosos, las
disputas por la supremacía
industrial y colonial y la
competencia internacional por la
supremacía estuvieron a punto
de concluir con una guerra al
final del s. XIX, pero los
sistemas de alianzas entre las
principales potencias europeas
(Inglaterra, Rusia, Alemania,
Austria-Hungría, Francia e
Italia) evitaron el temible
conflicto, aunque sólo
temporalmente. El intento de
unificación europea fue
aletargado por una calma
prebélica basada en los
sistemas de alianzas entre las
potencias, aunque nunca tuvieron
el ideal europeo de fondo. Las
relaciones entre las potencias
europeas se centraban en
acuerdos bilaterales —algunos
de ellos secretos como el pacto
de política de amistad firmado
por Italia y Francia, en el que
Italia, a pesar de la Triple
Alianza, promete neutralidad
ilimitada en caso de guerra
franco-alemana—, acuerdos
triangulares de defensa mutua en
caso de ataque de otro estado
como fue la creación de la
Santa Alianza —Alemania,
Austria e Italia—, o
compromisos como el Tratado del
Mediterráneo (1887 a 1896) —un
acuerdo colonial en el que
Inglaterra e Italia se
comprometen a sostener
recíprocamente sus políticas
respectivas en Egipto y Libia
contra Francia—.
«Habiéndose empezado por tratar de humanizar la
guerra, pronto debería
manifestarse necesariamente una
corriente de opinión para
suprimirla enteramente. Dejamos
por demasiado remotos los
esfuerzos que realizaron
pensadores aislados durante la
Edad Media, para convertir las
armas en arados, pero no podemos
dejar de mencionar el libro
Proyecto sobre la paz universal
del gran filósofo alemán Kant,
publicado en 1785… El primer
grito de guerra a la guerra fue
el libro de la baronesa
austriaca Bertha von Suttner
titulado ¡Abajo las armas!
Aparecido en 1889… Durante los
diez años que siguieron al de
su publicación se formaron
varios grupos para intensificar
la campaña contra la guerra y
se adhirieron a la cruzada
escritores como V. Hugo, Tolstoi,
Björnson, Stringberg, Renan,
Sécrétan y otros». (AA. VV., 1999: XVI, 145-146).
4. Paneuropa, un
movimiento en respuesta al
primer gran desastre mundial
Esta escena del
internacionalismo estratégico
europeo tuvo inevitablemente el
desencadenante de la devastadora
I Gran Guerra y de la
Revolución Rusa. Este periodo
de conflicto y confusión
internacional concluye con el
Tratado de Versalles (enero de
1919), donde se consolida el
triunfo de las nacionalidades a
la vez que se hace patente el
soterramiento de la idea de
Europa, que ha perecido sumida
en un mar de sangre, dolor,
muerte y destrucción. La I
Guerra Mundial hizo ver a la
humanidad que debía evitarse en
el futuro la repetición de otro
capítulo tan nefasto para la
historia como lo fue aquél. Por
ello se creó la Sociedad de
Naciones con la finalidad de
reunir bajo su amparo a todos
los gobiernos de la tierra. Pero
la idea, a pesar de noble,
fracaso por la renuncia de
Estados Unidos a pertenecer a
ésta para evitar el peligro de
verse envuelto en los conflictos
internos europeos.
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Richard
Coudenhove-Kalergi
(1894-1972) |
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La Sociedad de Naciones
provocó que la idea de Europa
quedase en un segundo plano en
aras de un ideal mucho mayor. No
obstante, surgieron voces que
creían en la dualidad de ambos
ideales, siendo Richard
Coudenhove-Kalergi el principal
defensor de la idea de una
Europa unida reuniendo las
veintiséis democracias
existentes en el Viejo
Continente en la soñada Paneuropa. Para Coudenhove-Kalergi, Paneuropa representaba una
federación de las democracias
europeas unidas como una vía
única para conservar la paz y
la autonomía frente al
creciente poder de las potencias
mundiales no europeas: «Una
Europa dividida conduce a la
guerra, a la opresión, a la
miseria; una Europa unida, a la
paz y a la prosperidad». El
empeño casi utópico de
Coudenhove le lleva en 1923 a la
publicación de su gran obra Paneuropa,
dedicado a la juventud europea
(Coudenhove-Kalergi, 2002).
En el seno de la Sociedad
de Naciones no se vio con buenos
ojos la idea de Paneuropa,
pero pronto recibió el respaldo
de importantes pensadores y
estadistas. El más
representativo de ellos fue
Winston Churchill, quien en 1925
admitió la posibilidad de ambas
organizaciones. El proyecto
cobró mucha más fuerza cuando
los Estados Unidos de América
apoyaron la idea de Coudenhove.
El sueño impetuoso de
Coudenhove se hace realidad en
octubre de 1926 en Viena, donde
se celebra el Primer Congreso
Paneuropeo, con la asistencia de
más de dos mil delegados de
veinticuatro países. Allí se
aclama y nombra a Coudenhove
presidente del Consejo Central,
quien, el año siguiente, gana
para el proyecto al ministro
francés del Exterior, Aristide
Brian, el estadista más popular
de la Europa de la época.
Estos hechos producen el
renacimiento de la idea de
Europa, de la unión de estados
europeos. Pero este renacimiento
nació herido de muerte. A pesar
de la buena acogida general al
movimiento paneuropeo y de los
esfuerzos por su desarrollo, cae
en vía muerta a finales de la
década de los años 20.
«Mas
todas las esperanzas puestas en
la ayuda que los círculos
económicos prestarían a
Paneuropa se vieron rotas por la
irrupción de la crisis
económica internacional
ocasionada por el viernes negro
de la bolsa neoyorquina, que
indujo a las naciones a pensar
en la salvación de su propia
economía y no en una unión
económica europea» (Schneider,
1963: 27).