na de dos
formas posibles, muy disímiles pero
complementarias, de aproximación a una obra
poética es, sin duda, buscar su trazo esquivo,
huidizo, en las generaciones posteriores, y un
moroso análisis en paralelo de los motivos y de
la imaginería poética. Mirada externa y mirada
hacia lo íntimo de la concepción y de la
estructura formal de la obra, que, como las
notas finales de una sinfonía o las notas de un
arpa antigua, en algún punto habrán de
converger y entrelazarse como las ramas de los
sauces sobre el Gualeguay de Juan L. Ortiz (1896-1978).
Sobre
todo, es la segunda mirada la que arroja la
imagen en el tiempo de un artista más allá de
corrientes y estéticas, siempre al cabo
superadas: en este caso, la imagen del poeta
entre su casa y el río, recibiendo las visitas
de Hugo Gola, Alfredo Veiravé o Carlos
Mastronardi.
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Mirada externa y mirada
hacia lo íntimo de la concepción y de la
estructura formal de la obra, que, como las
notas finales de una sinfonía o las notas de un
arpa antigua, en algún punto habrán de
converger y entrelazarse como las ramas de los
sauces sobre el Gualeguay de Juan L. Ortiz. |
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Ecos e
influencias desde Juan L. Ortiz que, lejos de
agotarse, se replican en una notable camada de
poetas y narradores argentinos, desde Rodolfo
Alonso a Edgar Bayley, pasando por Juan Gelman y
Juan José Saer.
Su
personal decisión publicar en ediciones de
autor y en revistas literarias de baja
circulación durante décadas, va a reportarle a
Juan L. Ortiz una ignorancia casi absoluta de su
obra por la crítica y los antólogos hasta
comienzos de los años ’60. La revista Zona,
la colección Capítulo (Buenos Aires,
CEAL, 1967) y, finalmente, las compilaciones 40
Años de poesía argentina, de Isaacson y
Urquía, (Aldaba, Buenos Aires, 1963) y Antología
lineal de la poesía argentina, de
Fernández Moreno y Becco (Gredos, Madrid, 1968)
darían, por fin, luz a su obra para el gran
público durante su lapso vital.
El
título elegido por el poeta para la antología
que reuniría la obra de su vida hasta entonces,
En el aura del sauce, nos conduce, en
forma bastante directa, a la segunda mirada,
interior, sobre su escritura.
Se trata
del mismo sauce que embellece los motivos de la
pintura china tradicional; el mismo ―los
mismos árboles―, que pueblan hoy y desde
siempre las orillas del río Gualeguay, en una
casita a cuyas orillas viviera Juan L. Ortiz
(“Juanele”) durante su vida. Título
que, tal como evoca Daniel Freidemberg en el
prólogo a la antología de la Editorial Losada
de Buenos Aires (2002), alude al sauce como al
aura milagrosa, o bien como el vientecillo suave
que cruza sobre el agua y bajo sus ramas.
Tríada de tres elementos en donde el agua y su
espejo toman el lugar predominante a través de
la disposición gráfica del poema, como el
Paraná, reflejado en este fragmento de El
junco y la corriente:
No sé nada de ti... nada de ti...
Es, acaso
decirte enteramente, decir tus avenidas, sólo,
al fin
de silencios sin orillas,
que
podrían ser, es verdad, derivaciones de gracia
corriendo a redimir
oh Canals,
la palidez del Norte?
Es, por ventura, presentirte, siquiera,
el
acceder únicamente a las escamas de tus
minutos,
bajo lo invisible, aún,
que pasa...
o a las miradas de tus láminas
o de tus abismos,
en los vacíos o en las profundidades de
la luz,
de
tu luz?
Escritura
en sus meandros y corriente de palabras que se
reitera y vuelve desde el título del primer
poemario: El agua y la noche (1924-32).
Discurso poético
de engañosa sencillez, resultado
paradójico, en todo caso, de una larga
depuración, y, al igual que el curso del río,
sujeto a la prueba del tiempo, al horizonte
personal e íntimo de
su paso.
Así, en
esa misma sencillez aparente, el centro vital de
la poética de Juan L. Ortiz es el río y
su metáfora ―de una manera tajante y a la
vez delicada, tal como el Liffey atraviesa el
tablero de ajedrez delirante del Ulysses
de Joyce―, incluso por ausencia o por
sinécdoques. Así es como la luna de Pekín se
mira en su río, quizás a la vez en el mismo
espejado cristal del Gualeguay; los mismos
sauces o sus sombras besan ambas orillas. Y el
río de la existencia, exacta réplica de que
diera título al texto de su gran discípulo
Juan José Saer (Buenos aires, Alianza, 1991).
Precisamente,
es Juan José Saer quien nos da otra clave
posible para entrelazar las dos miradas, al
remarcar el sentido de la homogeneidad de dicha
obra en la integración íntima entre vida y
escritura; en la vida como acto de “preparación
interna” al propio acto poético.
En este
sentido, no cabe entender, siguiendo cierta
crítica al uso, la obra desde un nuevo intento
inviable y reduccionista de situar a Ortiz en
una determinada corriente formal o estética, al
margen de su profundo conocimiento de las
vanguardias, del surrealismo francés en
especial.
Apenas
parece posible trazar un paralelo con otros
grandes poetas contemporáneos fuera o más allá incluso de las vanguardias
―a la vez antes y después de ellas―
como en Ekelöf, Montale o Eliot. Así, más
allá de ejercicios de análisis críticos
riesgosos como los citados o la búsqueda de
motivos idealistas o sociológicos, como los
ensayados en algunas de las antologías
mencionadas, u otros aún más forzados que lo
han querido comparar con Macedonio Fernández,
cabe optar, en acuerdo con Saer, por comprender
su poética desde la mirada inocente: «El rasgo
sobresaliente de su carácter era la bondad, una
especie de compasión cósmica que lo inducía a
considerar todo lo viviente como digno de
amistad, de consuelo y de cuidado.» (Juan José
Saer, op. cit., 1991).
Mirada
que entre otras podría ser la mirada del
maestro de Tao, y, en otro plano, la mirada de
la infancia; la mirada que prefiere la poética
del arriba y el abajo y un tiempo mejor cíclico
que lineal antes que la mirada analítica de la
vía (menor) occidental. De esta manera, y desde
su refugio entrerriano, hace de su aislado
rincón de provincia un mundo.
Y en el mar azul y verde de su
inmensidad, Juan L. Ortiz valoriza como recursos
formales de su discurso poético una opción por
el arte de lo iterativo y una alegoría de lo
delicadamente monótono.
Esta
virtud de la mirada en profundidad la hallamos,
por ejemplo, en este bello fragmento de Luna
de Pekín:
Sube la
luna,
sube
en el
filo del silencio...
Loto del
silencio
de octubre?
Y algunas
espumas de los siglos, lejos,
nievan
unas orillas
que
ahondan más y más, en una suerte de ceniza,
unos pliegues de follajes...
Sube la
luna,
sube
con toda
la palidez de Octubre, sobre el sueño
y frente
a las montañas del Oeste...
Y yo
también sobre la ciudad, pero flotando
hacia un
mediodía que fue
de
pétalos de cielo, ya, para el regreso de
ellos...
para las miradas de ellos...
donde el
poeta se reitera en una métrica irregular de
versos largos, con frecuencia
de 14 ó 15 sílabas, que se alternan con
versos cortos. Y donde los signos de
interrogación, en una fórmula inusual para la
lengua castellana, son en forma característica
sólo finales, como dejando abierto el lugar
donde comienza la pregunta, como si no alcanzara
siquiera con el espacio frágil entre dos signos
de interrogación para expresar el sentido de lo
poético en la Naturaleza.
Sin
pretender abarcar, dentro de la complejidad de
la obra de Juan L. Ortiz, más que una
aproximación consistente al lugar de la
metáfora del río en su poética, no es ocioso
seguir su hilo de notas de flauta en los títulos-leitmotivs
de los tres últimos poemarios: el ya citado El
junco y la corriente; El Gualeguay y La
orilla que se abisma, publicados, por
primera vez, en El aura del sauce, en
1970, donde cada objeto y cada ser en el paisaje
son vistos bajo la visión del poeta en su
correspondencia misteriosa, en la búsqueda del
sentido de una recóndita
armonía.
Así nos
vamos, con las notas solitarias de un grillo en
la noche verde:
Un
grillo, sólo, que late el silencio.
A su voz se fijan
los resplandores
errátiles
de las estrellas
que
tienden hilos largos
al desvelo de las flores, las hierbas,
los follajes?
O es una
tenue voz
aislada
junto al arpa que forman esos hilos
y que hace cantar la noche
con su
último canto
secreto?
amoroso y
cuidado reflejo en meandros de la
disolución del ser del poeta en el mundo
natural, en el que cada una de las palabras se
desprende con cuidado de su ingrávido peso,
como las notas del arpa de invisibles dedos
tocada.
Para
cerrar este breve nota crítica, nada mejor que
recordar las propias palabras del poeta en sus
notas autobiográficas: «Apenas si somos
agentes de una voluntad de expresión y de ritmo
que está en la vida, en la vida de todos, en la
vida del mundo y de las cosas».